ESPAÑOL Y LITERATURA

Encontrarás las guías y talleres que tu maestra ha colocado, dando click sobre el nombre de ella. Bienvenidos al maravilloso mundo de las letras, llenas de magia y secretos ocultos que solo descubrirás entregándote a la lectura y a la escritura.

"Nunca, nadie, será sentenciado, juzgado o señalado por ignorante, si ha entregado su vida a la lectura, porque allí es donde se aprende cultura".

humanidades 

 

 

El ser humano no hubiera podido desarrollar un alto grado de pensamiento, sin la innovación que represento el lenguaje en la escala evolutiva. el hecho de llegar a pensar con palabras se constituyo en el puente fundamental para permitirle a nuestra especie construirse sobre las ideas, haciendo uso de la inteligencia racional gracias a la lengua, los hombre se diferencian unos de otros y así mismo se comunican.   

 

Apreciado estudiante: las guías o talleres que se encuentran almacenados en este espacio de asignados para cada curso, deben leer atentamente para su diligencia miento.

 

Cualquier inconveniente que usted tenga o duda, comunicarse mediante el correo electrónico: yasminvargasmoreno@yahoo.es, yasminvargasmoreno@gmail.com

 

att: YASMIN VARGAS MORENO 

DOCENTE : ESPAÑOL Y LITERATURA

TEMA 1: LA CÁNDIDA ERÉNDIRA Y SU ABUELA DESALMADA
GABRIEL GARCIA MARQUEZ

Eréndira estaba bañando a la abuela cuando empezó el viento de su

desgracia. La enorme mansión de argamasa lunar, extraviada en la soledad

del desierto, se estremeció hasta los estribos con la primera embestida. Pero

Eréndira y la abuela estaban hechas a los riesgos de aquella naturaleza

desatinada, y apenas si notaron el calibre del viento en el baño adornado de

pavorreales repetidos y mosaicos pueriles de termas romanas.

 La abuela, desnuda y grande, parecía una hermosa ballena blanca en

la alberca de mármol. La nieta había cumplido apenas los catorce años, y era

lánguida y de huesos tiernos, y demasiado mansa para su edad. Con una

parsimonia que tenía algo de rigor sagrado le hacía abluciones a la abuela

con un agua en la que había hervido plantas depurativas y hojas de buen

olor, y éstas se quedaban pegadas en las espaldas suculentas, en los cabellos

metálicos y sueltos, en el hombro potente tatuado sin piedad con un escarnio

de marineros.

 -Anoche soñé que estaba esperando una carta -dijo la abuela.

 Eréndira, que nunca hablaba si no era por motivos ineludibles,

preguntó:

 -¿Qué día era en el sueño?

 -jueves.

 -Entonces era una carta con malas noticias -dijo Eréndira- pero no

llegará nunca.

 Cuando acabó de bañarla, llevó a la abuela a su dormitorio. Era tan

gorda que sólo podía caminar apoyada en el hombro de la nieta, o con un

báculo que parecía de obispo, pero aún en sus diligencias más difíciles se

notaba el dominio de una grandeza anticuada. En la alcoba compuesta con

un criterio excesivo y un poco demente, como toda la casa, Eréndira

necesitó dos horas más para arreglar a la abuela. Le desenredó el cabello

hebra por hebra, se lo perfumó y se lo peinó, le puso un vestido de flores

ecuatoriales, le empolvó la cara con harina de talco, le pintó los labios con

carmín, las mejillas con colorete, los párpados con almizcle y las uñas con

esmalte de nácar, y cuando la tuvo emperifollado como una muñeca más

grande que el tamaño humano la llevó a un jardín artificial de flores

sofocantes como las del vestido, la sentó en una poltrona que tenía el

fundamento y la alcurnia de un trono, y la dejó escuchando los discos

fugaces del gramófono de bocina.

 Mientras la abuela navegaba por las ciénagas del pasado, Eréndira se

ocupó de barrer la casa, que era oscura y abigarrada, con muebles frenéticos

y estatuas de césares inventados, y arañas de lágrimas y ángeles de

alabastro, y un piano con barniz de oro, y numerosos relojes de formas y

medidas imprevisibles. Tenía en el patio una cisterna para almacenar

durante muchos años el agua llevada a lomo de indio desde manantiales

remotos, y en una argolla de la cisterna había un avestruz raquítico, el único

animal de plumas que pudo sobrevivir al tormento de aquel clima malvado.

Estaba lejos de todo, en el alma del desierto, junto a una ranchería de calles

miserables y ardientes, donde los chivos se suicidaban de desolación cuando

soplaba el viento de la desgracia.

 Aquel refugio incomprensible había sido construido por el marido de

la abuela, un contrabandista legendario que se llamaba Amadís, con quien

ella tuvo un hijo que también se llamaba Amadís, y que fue el padre de

Eréndira. Nadie conoció los orígenes ni los motivos de esa familia. La

versión más conocida en lengua de indios era que Amadís, el padre, había

rescatado a su hermosa mujer de un prostíbulo de las Antillas, donde mató a

un hombre a cuchilladas, y la traspuso para siempre en la impunidad del

desierto. Cuando los Amadises murieron, el uno de fiebres melancólicas, y

el otro acribillado en un pleito de rivales, la mujer enterró los cadáveres en

el patio, despachó a las catorce sirvientas descalzas, y siguió apacentando

sus sueños de grandeza en la penumbra de la casa furtiva, gracias al

sacrificio de la nieta bastarda que había criado desde el nacimiento.

S¿>Io para dar cuerda y concertar a los relojes Eréndira necesitaba seis

horas. El día en que empezó su desgracia no tuvo que hacerlo, pues los

relojes tenían cuerda hasta la mañana siguiente, pero en cambio debió bañar

y sobrevestir a la abuela, fregar los pisos, cocinar el almuerzo y bruñir la

cristalería. Hacia las once, cuando le cambió el agua al cubo del avestruz y

regó los yerbajos desérticos de las tumbas contiguas de los Amadises, tuvo

que contrariar el coraje del viento que se había vuelto insoportable, pero no

sintió el mal presagio de que aquél fuera el viento de su desgracia. A las

doce estaba puliendo las últimas copas de champaña, cuando percibió un

olor de caldo tierno, y tuvo que hacer un milagro para llegar corriendo hasta

la cocina sin dejar a su paso un desastre de vidrios de Venecia.

 Apenas si alcanzó a quitar la olla que empezaba a derramarse en la

hornilla. Luego puso al fuego un guiso que ya tenía preparado, y aprovechó

la ocasión para sentarse a descansar en un banco de la cocina. Cerró los

ojos, los abrió después con una expresión sin cansancio, y empezó a echar la

sopa en la sopera. Trabajaba dormida.

 La abuela se había sentado sola en el extremo de una mesa de

banquete con candelabros de plata y servicios para doce personas. Hizo

sonar la campanilla, y casi al instante acudió Eréndira con la sopera

humeante. En el momento en que le servía la sopa, la abuela advirtió sus

modales de sonámbulo, y les pasó la mano frente a los ojos como limpiando

un cristal invisible. La niña no vio la mano. La abuela la siguió con la

mirada, y cuando Eréndira le dio la espalda para volver a la cocina, le gritó:

 -Eréndira.

 Despertada de golpe, la niña dejó caer la sopera en la alfombra.

 -No es nada, hija -le dijo la abuela con una ternura cierta-. Te volviste

a dormir caminando.

 -Es la costumbre del cuerpo -se excusó Eréndira.

Recogió la sopera, todavía aturdida por el sueño, y trató de limpiar la

mancha de la alfombra.

 -Déjala así -la disuadió la abuela- esta tarde la lavas.

 De modo que además de los oficios naturales de la tarde, Eréndira

tuvo que lavar la alfombra del comedor, y aprovechó que estaba en el

fregadero para lavar también la ropa del lunes, mientras el viento daba

vueltas alrededor de la casa buscando un hueco para meterse. Tuvo tanto

que hacer, que la noche se le vino encima sin que se diera cuenta, y cuando

repuso la alfombra del comedor era la hora de acostarse.

 La abuela había chapuceado el plano toda la tarde cantando en falsete

para sí misma las canciones de su época, y aún le quedaban en los párpados

los lamparones del almizcle con lágrimas. Pero cuando se tendió en la cama

con el camisón de muselina se había restablecido de la amargura de los

buenos recuerdos.

 -Aprovecha mañana para lavar también la alfombra de la sala -le dijo

a Eréndira-, que no ha visto el sol desde los tiempos del ruido.

 -Sí, abuela -contestó la niña.

Cogió un abanico de plumas y empezó a abanicar a la matrona implacable

que le recitaba el código del orden nocturno mientras se hundía en el sueño.

 -Plancha toda la ropa antes de acostarte para que duermas con la

conciencia tranquila.

 -Sí, abuela.

 -Revisa bien los roperos, que en las noches de viento tienen más

hambre las polillas.

 -Sí, abuela.

 -Con el tiempo que te sobre sacas las flores al patio para que respiren.

 -Sí, abuela.

 -Y le pones su alimento al avestruz.

Se había dormido, pero siguió dando órdenes, pues de ella había heredado la

nieta la virtud de continuar viviendo en el sueño. Eréndira salió del cuarto

sin hacer ruido e hizo los últimos oficios de la noche, contestando siempre a

los mandatos de la abuela dormida.

 -Le das de beber a las tumbas. -Sí, abuela.

 -Antes de acostarte fíjate que todo quede en perfecto orden, pues las

cosas sufren mucho cuando no se les pone a dormir en su Puesto.

 -Sí, abuela.

 -Y si vienen los Amadises avísales que no entren -dijo la abuela-, que

las gavillas de Porfirio Galán los están esperando para matarlos.

Eréndira no le contestó más, pues sabía que empezaba a extraviarse en el

delirio, pero no se saltó una orden. Cuando acabó de revisar las fallebas de

las ventanas y apagó las últimas luces, cogió un candelabro del comedor y

fue alumbrando el paso hasta su dormitorio, mientras las pausas del viento

se llenaban con la respiración apacible y enorme de la abuela dormida.

 Su cuarto era también lujoso, aunque no tanto como el de la abuela, y

estaba atiborrado de las muñecas de trapo y los animales de cuerda de su

infancia reciente. Vencida por los oficios bárbaros de- la jornada, Eréndira

no tuvo ánimos para desvestirse, sino que puso el candelabro en la mesa de

noche y se tumbó en la cama. Poco después, el viento de su desgracia se

metió en el dormitorio como una manada de perros y volcó el candelabro

contra las cortinas.

 Al amanecer, cuando por fin se acabó el viento, empezaron a caer

unas gotas de lluvia gruesas y separadas que apagaron las últimas brasas y

endurecieron las cenizas humeantes de la mansión. La gente del pueblo,

indios en su mayoría, trataba de rescatar los restos del desastre: el cadáver

carbonizado del avestruz, el bastidor del piano dorado, el torso de una

estatua. La abuela contemplaba con un abatimiento impenetrable los

residuos de su fortuna. Eréndira, sentada entre las dos tumbas de los

Amadises, había terminado de llorar. Cuando la abuela se convenció de que

quedaban muy pocas cosas intactas entre los escombros, miró a la nieta con

una lástima sincera.

 -Mi pobre niña -suspiró-. No te alcanzará la vida para pagarme este

percance.

 Empezó a pagárselo ese mismo día, bajo el estruendo de la lluvia,

cuando la llevó con el tendero del pueblo, un viudo escuálido y prematuro

que era muy conocido en el desierto porque pagaba a buen precio la

virginidad. Ante la expectativa impávida de la abuela el viudo examinó a

Eréndira con una austeridad científica: consideró la fuerza de sus muslos, el

tamaño de sus senos, el diámetro de sus caderas. No dijo una palabra

mientras no tuvo un cálculo de su valor.

 -Todavía está muy bache -dijo entonces-, tiene téticas de perra.

 Después la hizo subir en una balanza para probar con cifras su

dictamen. Eréndira pesaba 42 kilos.

 -No vale más de cien pesos -dijo el viudo.

 La abuela se escandalizó.

 - ¡Cien pesos por una criatura completamente nueva! -casi gritó-. No,

hombre, eso es mucho faltarle el respeto a la virtud.

 -Hasta ciento cincuenta -dijo el viudo.

 -La niña me ha hecho un daño de más de un millón de pesos -dijo la

abuela- A este paso le harán falta como doscientos años para pagarme.

 -Por fortuna -dijo el viudo- lo único bueno que tiene es la edad.

 La tormenta amenazaba con desquiciar la casa, y había tantas goteras

en el techo que casi llovía adentro como fuera. La abuela se sintió sola en un

mundo de desastre.

 -Suba siquiera hasta trescientos -dijo. -Doscientos cincuenta.

 Al final se pusieron de acuerdo por doscientos veinte pesos en

efectivo y algunas cosas de comer. La abuela le indicó entonces a Eréndira

que se fuera con el viudo, y éste la condujo de la mano hacia la trastienda,

como si la llevara para la escuela.

 -Aquí te espero -dijo la abuela.

 -Sí, abuela -dijo Eréndira.

 La trastienda era una especie de cobertizo con cuatro pilares de

ladrillos, un techo de palmas podridas, y una barda de adobe de un metro de

altura por donde se metían en la casa los disturbios de la intemperie. Puestas

en el borde de adobes había macetas de cactos y otras plantas de aridez.

Colgada entre dos pilares, agitándose como la vela suelta de un balandro al

garete, había una hamaca sin color. Por encima del silbido de la tormenta y

los ramalazos del agua se oían gritos lejanos, aullidos de animales remotos,

voces de naufragio.

 Cuando Eréndira y el viudo entraron en el cobertizo tuvieron que

sostenerse para que no los tumbara un golpe de lluvia que los dejó

ensopados. Sus voces no se oían y sus movimientos se habían vuelto

distintos por el fragor de la borrasca. A la primera tentativa del viudo

Eréndira gritó algo inaudible y trató de escapar. El viudo le contestó sin voz,

le torció el brazo por la muñeca y la arrastró hacia la hamaca. Ella le resistió

con un arañazo en la cara y volvió a gritar en silencio, y él le respondió con

una bofetada solemne que la levantó del suelo y la hizo flotar un instante en

el aire con el largo cabello de medusa ondulando en el vacío, la abrazó por

la cintura antes de que volviera a pisar la tierra, la derribó dentro de la

hamaca con un golpe brutal, y la inmovilizó con las rodillas. Eréndira

sucumbió entonces al terror, perdió el sentido, y se quedó como fascinada

con las franjas de luna de un pescado que pasó navegando en el aire de la

tormenta, mientras el viudo la desnudaba desgarrándole la ropa con

zarpazos espaciados, como arrancando hierba, desbaratándosela en largas

tiras de colores que ondulaban como serpentinas y se iban con el viento.

 Cuando no hubo en el pueblo ningún otro hombre que pudiera pagar

algo por el amor de Eréndira, la abuela se la llevó en un camión de carga

hacia los rumbos del contrabando. Hicieron el viaje en la plataforma

descubierta, entre bultos de arroz y latas de manteca, y los saldos del

incendio: la cabecera de la cama virreinal, un ángel de guerra, el trono

chamuscado, y otros chécheres inservibles. En un baúl con dos cruces

pintadas a brocha gorda se llevaron los huesos de los Amadises.

 La abuela se protegía del sol eterno con un paraguas descosido y

respiraba mal por la tortura del sudor y el polvo, pero aún en aquel estado de

infortunio conservaba el dominio de su dignidad. Detrás de la pila de latas y

sacos de arroz, Eréndira pagó el viaje y el transporte de los muebles

haciendo amores de a veinte pesos con el carguero del camión. Al principio

su sistema de defensa fue el mismo con que se había opuesto a la agresión

del viudo. Pero el método del carguero fue distinto, lento y sabio, y terminó

por amansarla con la ternura. De modo que cuando llegaron al primer

pueblo, al cabo de una jornada mortal, Eréndira y el carguero se reposaban

del buen amor detrás del parapeto de la carga. El conductor del camión le

gritó a la abuela:

 -De aquí en adelante ya todo es mundo.

 La abuela observó con incredulidad las calles miserables y solitarias

de un pueblo un poco más grande, pero tan triste como el que habían

abandonado.

 -No se nota -dijo.

 -Es territorio de misiones -dijo el conductor.

 -A mí no me interesa la caridad sino el contrabando -dijo la abuela.

 Pendiente del diálogo detrás de la carga, Eréndira urgaba con el dedo

un saco de arroz. De pronto encontró un hilo, tiró de él, y sacó un largo

collar de perlas legítimas. Lo contempló asustada, teniéndolo entre los

dedos como una culebra muerta, mientras el conductor le replicaba a la

abuela:

 -No sueñe despierta, señora. Los contrabandistas no existen.

 - ¡Cómo no -dijo la abuela-, dígamelo a mí!

 -Búsquelos y verá -se burló el conductor de buen humor-. Todo el

mundo habla de ellos, pero nadie los ve.

 El carguero se dio cuenta de que Eréndira había sacado el collar, se

apresuró a quitárselo y lo metió otra vez en el saco de arroz. La abuela, que

había decidido quedarse a pesar de la pobreza del pueblo, llamó entonces a

la nieta para que la ayudara a bajar del camión. Eréndira se despidió del

cargador con un beso apresurado pero espontáneo y cierto.

 La abuela esperó sentada en el trono, en medio de la calle, hasta que

acabaron de bajar la carga. Lo último fue el baúl con los restos de los

Amadises.

-Esto pesa como un muerto -rio el conductor. -Son dos -dijo la abuela-. Así

que trátelos con el debido respeto.

 -Apuesto que son estatuas de marfil -rio el conductor.

 Puso el baúl con los huesos de cualquier modo entre los muebles

chamuscados, y extendió la mano abierta frente a la abuela.

 -Cincuenta pesos -dijo.

 La abuela señaló al carguero.

 -Ya su esclavo se pagó por la derecha.

 El conductor miró sorprendido al ayudante, y éste le hizo una señal

afirmativa. Volvió a la cabina del camión, donde viajaba una mujer enlutada

con un niño de brazos que lloraba de calor. El carguero, muy seguro de sí

mismo, le dijo entonces a la abuela:

 -Eréndira se va conmigo, si usted no ordena otra cosa. Es con buenas

intenciones.

 La niña intervino asustada. - ¡Yo no he dicho nada!

 -Lo digo yo que fui el de la idea -dijo el carguero.

 La abuela lo examinó de cuerpo entero, sin disminuirlo, sino tratando

de calcular el verdadero tamaño de sus agallas.

 -Por mí no hay inconveniente -le dijo- si me pagas lo que perdí por su

descuido. Son ochocientos setenta y dos mil trescientos quince pesos,

menos cuatrocientos veinte que ya me ha pagado, o sea ochocientos setenta

y un mil ochocientos noventa y cinco.

 El camión arrancó.

 -Créame que le daría ese montón de plata si lo tuviera -dijo con

seriedad el carguero-. La niña los vale.

 A la abuela le sentó bien la decisión del muchacho. -Pues vuelve

cuando lo tengas, hijo -le replicó en un tono simpático-, pero ahora vete,

que si volvemos a sacar las cuentas todavía me estás debiendo diez pesos.

 El carguero saltó en la plataforma del camión que se alejaba. Desde

allí le dijo adiós a Eréndira con la mano, pero ella estaba todavía tan

asustada que no le correspondió

 En el mismo solar baldío donde las dejó el camión, Eréndira y la

abuela improvisaron un tenderete para vivir, con láminas de cinc y restos de

alfombras asiáticas.

 Pusieron dos esteras en el suelo y durmieron tan bien como en la

mansión, hasta que el sol abrió huecos en el techo y les ardió en la cara.

 Al contrario de siempre, fue la abuela quien se ocupó aquella mañana

de arreglar a Eréndira. Le pintó la cara con un estilo de belleza sepulcral que

había estado de moda en su juventud, y la remató con unas pestañas postizas

y un lazo de organiza que parecía una mariposa en la cabeza.

 -Te ves horrorosa -admitió- pero así es mejor: los hombres son muy

brutos en asuntos de mujeres.

 Ambas reconocieron, mucho antes de verlas, los pasos de dos mulas

en la yesca del desierto. A una orden de la abuela, Eréndira se acostó en el

petate como lo habría hecho una aprendiza de teatro en el momento en que

iba a abrirse el telón. Apoyada en el báculo episcopal, la abuela abandonó el

tenderete y se sentó en el trono a esperar el paso de las mulas.

 Se acercaba el hombre del correo. No tenía más de veinte años,

aunque estaba envejecido por el oficio, y llevaba un vestido de caqui,

polainas, casco de corcho, y una pistola de militar en el cinturón de

cartucheras. Montaba una buena mula, y llevaba otra de cabestro, menos

entera, sobre la cual se amontonaban los sacos de lienzo del correo.

 Al pasar frente a la abuela la saludó con la mano y siguió de largo.

Pero ella le hizo una señal para que echara una mirada dentro del tenderete.

El hombre se detuvo, y vio a Eréndira acostada en la estera con sus afeites

póstumos y un traje de cenefas moradas.

 - ¿Te gusta? -preguntó la abuela.

 El hombre del correo no comprendió hasta entonces lo que le estaban

proponiendo.

 -En ayunas no está mal -sonrió.

 -Cincuenta pesos -dijo la abuela.

 - ¡Hombre, lo tendrá de oro! -dijo él-. Eso es lo que me cuesta la

comida de un mes.

 -No seas estreñido -dijo la abuela-. El correo aéreo tiene mejor sueldo

que un cura.

 -Yo soy el correo nacional -dijo el hombre-. El correo aéreo es ése

que anda en un camioncito.

 -De todos modos, el amor es tan importante como la comida -dijo la

abuela.

 -Pero no alimenta.

 La abuela comprendió que a un hombre que vivía de las esperanzas

ajenas le sobraba demasiado tiempo para regatear.

 - ¿Cuánto tienes? -le preguntó.

 El correo desmontó, sacó del bolsillo unos billetes masticados y se los

mostró a la abuela. Ella los cogió todos juntos con una mano rapaz como si

fueran una pelota.

 -Te lo rebajo -dijo- pero con una condición: haces correr la voz por

todas partes.

 -Hasta el otro lado del mundo -dijo el hombre del correo-. Para eso

sirvo.

 Eréndira, que no había podido parpadear, se quitó entonces las

pestañas postizas y se hizo a un lado en la estera para dejarle espacio al

novio casual. Tan pronto como él entró en el tenderete, la abuela cerró la

entrada con un tirón enérgico de la cortina corrediza.

 Fue un trato eficaz. Cautivados por las voces del correo, vinieron

hombres desde muy lejos a conocer la novedad de Eréndira. Detrás de los

hombres vinieron mesas de lotería y puestos de comida, y detrás de todos

vino un fotógrafo en bicicleta que instaló frente al campamento una cámara

de caballete con manga de luto, y un telón de fondo con un lago de cisnes

inválidos.

 La abuela, abanicándose en el trono, parecía ajena a su propia feria.

Lo único que le interesaba era el orden en la fila de clientes que esperaban

turno, y la exactitud del dinero que pagaban por adelantado para entrar con

Eréndira. Al principio había sido tan severa que hasta llegó a rechazar un

buen cliente porque le hicieron falta cinco pesos. Pero con el paso de los

meses fue asimilando las lecciones de la realidad, y terminó por admitir que

completaran el pago con medallas de santos, reliquias de familia, anillos

matrimoniales, y todo cuanto fuera capaz de demostrar, mordiéndolo, que

era oro de buena ley, aunque no brillara.

 Al cabo de una larga estancia en aquel primer pueblo, la abuela tuvo

suficiente dinero para comprar un burro, y se internó en el desierto en busca

de otros lugares más propicios para cobrarse la deuda. Viajaba en unas

angarillas que habían improvisado sobre el burro, y se protegía del sol

inmóvil con el paraguas des varillado que Eréndira sostenía sobre su cabeza.

Detrás de ellas caminaban cuatro indios de carga con los pedazos del

campamento: los petates de dormir, el trono restaurado, el ángel de alabastro

y el baúl con los restos de los Amadises. El fotógrafo perseguía la caravana

en su bicicleta, pero sin darle alcance, como si fuera para otra fiesta.

 Habían transcurrido seis meses desde el incendio cuando la abuela

pudo tener una visión entera del negocio.

 -Si las cosas siguen así -le dijo a Eréndira- me habrás pagado la deuda

dentro de ocho años, siete meses y once días.

 Volvió a repasar sus cálculos con los ojos cerrados, rumiando los

granos que sacaba de una faltriquera de jareta donde tenía también el dinero,

y precisó:

 -Claro que todo eso es sin contar el sueldo y la comida de los indios,

y otros gastos menores.

 Eréndira, que caminaba al paso del burro agobiada por el calor y el

polvo, no hizo ningún reproche a las cuentas de la abuela, pero tuvo que

reprimirse para no llorar.

 -Tengo vidrio molido en los huesos -dijo.

 -Trata de dormir.

 -Sí, abuela.

 Cerró los Ojos, respiró a fondo una bocanada de aire abrasante, y

siguió caminando dormida.

 Una camioneta cargada de jaulas apareció espantando chivos entre la

polvareda del horizonte, y el alboroto de los pájaros fue un chorro de agua

fresca en el sopor dominical de San Miguel del Desierto. Al volante iba un

corpulento granjero holandés con el pellejo astillado por la intemperie, y

unos bigotes color de ardilla que había heredado de algún bisabuelo. Su hijo

Ulises, que viajaba en el otro asiento, era un adolescente dorado, de ojos

marítimos y solitarios, y con la identidad de un ángel furtivo. Al holandés le

llamó la atención una tienda de campaña frente a la cual esperaban turno

todos los soldados de la guarnición local. Estaban sentados en el suelo,

bebiendo de una misma botella que se pasaban de boca en boca, y tenían

ramas de almendros en la cabeza como si estuvieran emboscadas para un

combate. El holandés preguntó en su lengua:

 - ¿Qué diablos venderán ahí?

 -Una mujer -le contestó su hijo con toda naturalidad-. Se llama

Eréndira.

 - ¿Cómo lo sabes?

 -Todo el mundo lo sabe en el desierto -contestó Ulises.

 El holandés descendió en el hotelito del pueblo.

 Ulises se demoró en la camioneta, abrió con dedos ágiles una cartera

de negocios que su padre había dejado en el asiento, sacó un mazo de

billetes, se metió varios en los bolsillos, y volvió a dejar todo como estaba.

Esa noche, mientras su padre dormía, se salió por la ventana del hotel y se

fue a hacer la cola frente a la carpa de Eréndira.

 La fiesta estaba en su esplendor. Los reclutas borrachos bailaban

solos para no desperdiciar la música gratis, y el fotógrafo tomaba retratos

nocturnos con papeles de magnesio. Mientras controlaba el negocio, la

abuela contaba billetes en el regazo, los repartía en gavillas iguales y los

ordenaba dentro de un cesto. No había entonces más de doce soldados, pero

la fila de la tarde había crecido con clientes civiles. Ulises era el último.

 El turno le correspondía a un soldado de ámbito lúgubre. La abuela

no sólo le cerró el paso, sino que esquivó el contacto con su dinero.

 -No hijo -le dijo-, tú no entras ni por todo el oro del moro. Eres

pavoso.

 El soldado, que no era de aquellas tierras, se sorprendió.

 - ¿Qué es eso?

 -Que contagias la mala sombra -dijo la abuela-. No hay más que verte

la cara.

 Lo apartó con la mano, pero sin tocarlo, y le dio paso al soldado

siguiente.

 -Entra tú, dragoneante -le dijo de buen humor-. Y no te demores, que

la patria te necesita.

 El soldado entró, pero volvió a salir inmediatamente, porque Eréndira

quería hablar con la abuela. Ella se colgó del brazo el cesto de dinero y

entró en la tienda de campaña, cuyo espacio era estrecho, pero ordenado y

limpio. Al fondo, en una cama de lienzo, Eréndira no podía reprimir el

temblor del cuerpo, estaba maltratada y sucia de sudor de soldados.

 -Abuela -sollozó-, me estoy muriendo.

 La abuela le tocó la frente, y al comprobar que no tenía fiebre, trató

de consolarla.

 -Ya no faltan más de diez militares -dijo.

 Eréndira rompió a llorar con unos chillidos de animal azorado. La

abuela supo entonces que había traspuesto los límites del horror, y

acariciándole la cabeza la ayudó a calmarse.

 -Lo que pasa es que estás débil -le dijo-. Anda, no llores más, báñate

con agua de salvia para que se te componga la sangre.

 Salió de la tienda cuando Eréndira empezó a serenarse, y le devolvió

el dinero al soldado que esperaba. "Se acabó por hoy", le dijo. "Vuelve

mañana y te doy el primer lugar". Luego gritó a los de la fila:

 -Se acabó, muchachos. Hasta mañana a las nueve.

 Soldados y civiles rompieron filas con gritos de protesta. La abuela se

les enfrentó de buen talante, pero blandiendo en serio el báculo devastador.

 - ¡Desconsiderados! ¡Mampolones! -gritaba-. Qué se creen, que esa

criatura es de fierro. Ya quisiera yo verlos en su situación. ¡Pervertidos!

¡Apátridas de mierda!

 Los hombres le replicaban con insultos más gruesos, pero ella

terminó por dominar la revuelta y se mantuvo en guardia con el báculo hasta

que se llevaron las mesas de fritanga y desmontaron los puestos de lotería.

Se disponía a volver a la tienda cuando vio a Ulises de cuerpo entero, solo,

en el espacio vacío y oscuro donde antes estuvo la fila de hombres. Tenía un

aura irreal y parecía visible en la penumbra por el fulgor propio de su

belleza.

 -Y tú -le dijo la abuela-, ¿dónde dejaste las alas? -El que las tenía era

mi abuelo -contestó Ulises con su naturalidad-, pero nadie lo cree.

 La abuela volvió a examinarlo con una atención hechizada. "Pues yo

sí lo creo", dijo. "Tráelas puestas mañana". Entró en la tienda y dejó a Ulises

ardiendo en su sitio.

 Eréndira se sintió mejor después del baño. Se había puesto una

combinación corta y bordada, y se estaba secando el pelo para acostarse,

pero aún hacía esfuerzos por reprimir las lágrimas. La abuela dormía.

 Por detrás de la cama de Eréndira, muy despacio, Ulises asomó la

cabeza. Ella vio los ojos ansiosos y diáfanos, pero antes de decir nada se

frotó la cara con la toalla para probarse que no era una ilusión. Cuando

Ulises parpadeó por primera vez, Eréndira le preguntó en voz muy baja:

 -Quién tú eres.

 Ulises se mostró hasta los hombros. "Me llamo Ulises", dijo. Le

enseñó los billetes robados y agregó:

 -Traigo la plata.

 Eréndira puso las manos sobre la cama, acercó su cara a la de Ulises,

y siguió hablando con él como en un juego de escuela primaria.

 -Tenías que ponerte en la fila -le dijo.

 -Esperé toda la noche -dijo Ulises. -Pues ahora tienes que esperarte hasta

mañana -dijo Eréndira-. Me siento como si me hubieran dado trancazos en

los riñones.

 En ese instante la abuela empezó a hablar dormida. -Van a hacer

veinte años que llovió la última vez -dijo-. Fue una tormenta tan terrible que

la lluvia vino revuelta con agua de mar, y la casa amaneció llena de

pescados y caracoles, y tu abuelo Amadís, que en paz descanse, vio una

montaraza luminosa navegando por el aire.

 Ulises se volvió a esconder detrás de la cama. Eréndira hizo una

sonrisa divertida.

 -Tate sosiego -le dijo-. Siempre se vuelve como loca cuando está

dormida, pero no la despierta ni un temblor de tierra.

 Ulises se asomó de nuevo. Eréndira lo contempló con una sonrisa

traviesa y hasta un poco cariñosa, y quitó de la estera la sábana usada.

 -Ven -le dijo-, ayúdame a cambiar la sábana.

 Entonces Ulises salió de detrás de la cama y cogió la sábana por un

extremo. Como era una sábana mucho más grande que la estera se

necesitaban varios tiempos para doblarla. Al final de cada doblez Ulises

estaba más cerca de Eréndira.

 -Estaba loco por verte -dijo de pronto-. Todo el mundo dice que eres

muy bella, y es verdad.

 -Pero me voy a morir -dijo Eréndira.

 -Mi mamá dice que los que se mueren en el desierto no van al cielo

sino al mar -dijo Ulises.

 Eréndira puso aparte la sábana sucia y cubrió la estera con otra limpia

y aplanchada.

 -No conozco el mar -dijo.

 -Es como el desierto, pero con agua -dijo Ulises.

 -Entonces no se puede caminar.

 -Mi papá conoció un hombre que sí podía -dijo Ulises- pero hace

mucho tiempo.

 Eréndira estaba encantada, pero quería dormir. -Si vienes mañana bien

temprano te pones en el primer puesto -dijo.

 -Me voy con mi papá por la madrugada -dijo Ulises. - ¿Y no vuelven a

pasar por aquí?

 -Quién sabe cuándo -dijo Ulises-. Ahora pasamos por casualidad

porque nos perdimos en el camino de la frontera.

 Eréndira miró pensativa a la abuela dormida. -Bueno -decidió-, dame

la plata.

 Ulises se la dio. Eréndira se acostó en la cama, pero él se quedó

trémulo en su sitio: en el instante decisivo su determinación había

flaqueado. Eréndira le cogió de la mano para que se diera prisa, y sólo

entonces advirtió su tribulación. Ella conocía ese miedo.

 - ¿Es la primera vez? -le preguntó.

 Ulises no contestó, pero hizo una sonrisa desolada. Eréndira se volvió

distinta.

 -Respira despacio -le dijo-. Así es siempre al principio, y después ni

te das cuenta.

 Lo acostó a su lado, y mientras le quitaba la ropa lo fue apaciguando

con recursos maternos.

 - ¿Cómo es que te llamas?

 -Ulises.

 -Es nombre de gringo -dijo Eréndira.

 -No, de navegante.

 Eréndira le descubrió el pecho, le dio besitos huérfanos, lo olfateó.

 -Pareces todo de oro -dijo- pero hueles a flores. -Debe ser a naranjas -

dijo Ulises.

 Ya más tranquilo, hizo una sonrisa de complicidad. -Andamos con

muchos pájaros para despistar -agregó-, pero lo que llevamos a la frontera es

un contrabando de naranjas.

 -Las naranjas no son contrabando -dijo Eréndira. -Estas sí -dijo

Ulises-. Cada una cuesta cincuenta mil pesos.

 Eréndira se rio por primera vez en mucho tiempo. -Lo que más me

gusta de ti -dijo- es la seriedad con que inventas los disparates.

 Se había vuelto espontánea y locuaz, como si la inocencia de Ulises le

hubiera cambiado no sólo el humor, sino también la índole. La abuela, a tan

escasa distancia de la fatalidad, siguió hablando dormida.

 -Por estos tiempos, a principios de marzo, te trajeron a la casa -dijo-.

Parecías una lagartija envuelta en algodones. Amadís, tu padre, que era

joven y guapo, estaba tan contento aquella tarde que mandó a buscar como

veinte carretas cargadas de flores, y llegó gritando y tirando flores por la

calle, hasta que todo el pueblo quedó dorado de flores como el mar.

 Deliró varias horas, a grandes voces, y con una pasión obstinada. Pero

Ulises no la oyó, porque Eréndira lo había querido tanto, y con tanta verdad,

que lo volvió a querer por la mitad de su precio mientras la abuela deliraba,

y lo siguió queriendo sin dinero hasta el amanecer. Un grupo de

misioneros con los crucifijos en alto se habían plantado hombro contra

hombro en medio del desierto. Un viento tan bravo como el de la desgracia

sacudía sus hábitos de cañamazo y sus barbas cerriles, y apenas les permitía

tenerse en pie. Detrás de ellos estaba la casa de la misión, un promontorio

colonial con un campanario minúsculo sobre los muros ásperos y encalados.

 El misionero más joven, que comandaba el grupo, señaló con el

índice una grieta natural en el suelo de arcilla vidriada.

 -No pasen esa raya -gritó.

 Los cuatro cargadores indios que transportaban a la abuela en un

palanquín de tablas se detuvieron al oír el grito. Aunque iba mal sentada en

el piso del palanquín y tenía el ánimo entorpecido por el polvo y el sudor

del desierto, la abuela se mantenía en su altivez. Eréndira iba a pie. Detrás

del palanquín había una fila de ocho indios de carga, y en último término el

fotógrafo en la bicicleta.

 -El desierto no es de nadie -dijo la abuela.

 -Es de Dios -dijo el misionero-, y estáis violando sus santas leyes con

vuestro tráfico inmundo.

 La abuela reconoció entonces la forma y la dicción peninsulares del

misionero, y eludió el encuentro frontal para no descalabrarse contra su

intransigencia. Volvió a ser ella misma.

 -No entiendo tus misterios, hijo. El misionero señaló a Eréndira. -Esa

criatura es menor de edad. -Pero es mi nieta.

 -Tanto peor -replicó el misionero-. Ponla bajo nuestra custodia, por

las buenas, o tendremos que recurrir a otros métodos.

 La abuela no esperaba que llegaran a tanto.

 -Está bien, aríjuna -cedió asustada-. Pero tarde o temprano pasaré, ya

lo verás.

 Tres días después del encuentro con los misioneros, la abuela y

Eréndira dormían en un pueblo próximo al convento, cuando unos cuerpos

sigilosos, mudos, reptando como patrullas de asalto, se deslizaron en la

tienda de campaña. Eran seis novicias indias, fuertes y jóvenes, con los

hábitos de lienzo crudo que parecían fosforescentes en las ráfagas de luna.

Sin hacer un solo ruido cubrieron a Eréndira con un toldo de mosquitero, la

levantaron sin despertarla, y se la llevaron envuelta como un pescado grande

y frágil capturado en una red lunar.

 No hubo un recurso que la abuela no intentara para rescatar a la nieta

de la tutela de los misioneros. Sólo cuando le fallaron todos, desde los más

derechos hasta los más torcidos, recurrió a la autoridad civil, que era

ejercida por un militar. Lo encontró en el patio de su casa, con el torso

desnudo, disparando con un rifle de guerra contra una nube oscura y

solitaria en el cielo ardiente. Trataba de perforarla para que lloviera, y sus

disparos eran encarnizados e inútiles, pero hizo las pausas necesarias para

escuchar a la abuela.

 -Yo no puedo hacer nada -le explicó, cuando acabó de oírla-, los

padrecitos, de acuerdo con el Concordato, tienen derecho a quedarse con la

niña hasta que sea mayor de edad. O hasta que se case.

 - ¿Y entonces para qué lo tienen a usted de alcalde? -preguntó la

abuela.

 -Para que haga llover -dijo el alcalde.

 Luego, viendo que la nube se había puesto fuera de su alcance,

interrumpió sus deberes oficiales y se ocupó por completo de la abuela.

 -Lo que usted necesita es una persona de mucho peso que responda

por usted -le dijo-. Alguien que garantice su moralidad y sus buenas

costumbres con una carta firmada. ¿No conoce al senador Onésimo

Sánchez?

 Sentada bajo el sol puro en un taburete demasiado estrecho para sus

nalgas siderales, la abuela contestó con una rabia solemne:

 -Soy una pobre mujer sola en la inmensidad del desierto.

 El alcalde, con el ojo derecho torcido por el calor, la contempló con

lástima.

 -Entonces no pierda más el tiempo, señora -dijo-. Se la llevó el carajo.

 No se la llevó, por supuesto. Plantó la tienda frente al convento de la

misión, y se sentó a pensar, como un guerrero solitario que mantuviera en

estado de sitio a una ciudad fortificada. El fotógrafo ambulante, que la

conocía muy bien, cargó sus bártulos en la parrilla de la bicicleta y se

dispuso a marcharse solo cuando la vio a pleno sol, y con los ojos fijos en el

convento.

 -Vamos a ver quién se cansa primero -dijo la abuela-, ellos o yo.

 -Ellos están ahí hace 300 años, y todavía aguantan -dijo el fotógrafo-.

Yo me voy.

 Sólo entonces vio la abuela la bicicleta cargada. -Para dónde vas.

 -Para donde me lleve el viento -dijo el fotógrafo, y se fue-. El mundo

es grande.

 La abuela suspiró.

 -No tanto como tú crees, desmerecido.

 Pero no movió la cabeza a pesar del rencor, para no apartar la vista

del convento. No la apartó durante muchos días de calor mineral, durante

muchas noches de vientos perdidos, durante el tiempo de la meditación en

que nadie salió del convento. Los indios construyeron un cobertizo de

palma junto a la tienda, y allí colgaron sus chinchorros, pero la abuela

velaba hasta muy tarde, cabeceando en el trono, y rumiando los cereales

crudos de su faltriquera con la desidia invencible de un buey acostado.

 Una noche pasó muy cerca de ella una fila de camiones tapados,

lentos, cuyas únicas luces eran unas guirnaldas de focos de colores que les

daban un tamaño espectral de altares sonámbulos. La abuela los reconoció

de inmediato, porque eran iguales a los camiones de los Amadises. El

último del convoy se retrasó, se detuvo, y un hombre bajó de la cabina a

arreglar algo en la plataforma de carga. Parecía una réplica de los Amadises,

con una gorra de ala volteada, botas altas, dos cananas cruzadas en el pecho,

un fusil militar y dos pistolas. Vencida por una tentación irresistible, la

abuela llamó al hombre.

 - ¿No sabes quién soy? -le preguntó.

 El hombre le alumbró sin piedad con una linterna de pilas. Contempló

un instante el rostro estragado por la vigilia, los Ojos apagados de

cansancio, el cabello marchito de la mujer que aún a su edad, en su mal

estado y con aquella luz cruda en la cara, hubiera podido decir que había

sido la más bella del mundo. Cuando la examinó bastante para estar seguro

de no haberla visto nunca, apagó la linterna.

 -Lo único que sé con toda seguridad -dijo- es que usted no es la

Virgen de los Remedios.

 -Todo lo contrario -dijo la abuela con una voz dulce-. Soy la Dama.

El hombre puso la mano en la pistola por puro instinto.

 - ¡Cuál dama!

 -La de Amadís el grande.

 -Entonces no es de este mundo -dijo él, tenso-. ¿Qué es lo que quiere?

 -Que me ayuden a rescatar a mi nieta, nieta de Amadís el grande, hija

de nuestro Amadís, que está presa en ese convento.

 El hombre se sobrepuso al temor.

 -Se equivocó de puerta -dijo-. Si cree que somos capaces de

atravesarnos en las cosas de Dios, usted no es la que dice que es, ni conoció

siquiera a los Amadises, ni tiene la más puta idea de lo que es el matute.

 Esa madrugada la abuela durmió menos que las anteriores. La pasó

rumiando, envuelta en una manta de lana, mientras el tiempo de la noche le

equivocaba la memoria, y los delirios reprimidos pugnaban por salir, aunque

estuviera despierta, y tenía que apretarse el corazón con la mano para que no

la sofocara el recuerdo de una casa de mar con grandes flores coloradas

donde había sido feliz. Así se mantuvo hasta que sonó la campana del

convento, y se encendieron las primeras luces en las ventanas y el desierto

se saturó del olor a pan caliente de los maitines. Sólo entonces se abandonó

al cansancio, engañada por la ilusión de que Eréndira se había levantado y

estaba buscando el modo de escaparse para volver con ella.

 Eréndira, en cambio, no perdió ni una noche de sueño desde que la

llevaron al convento. Le habían cortado el cabello con unas tijeras de podar

hasta dejarse la cabeza como un cepillo, le pusieron el rudo balandrán de

lienzo de las reclusas y le entregaron un balde de agua de cal y una escoba

para que encalara los peldaños de las escaleras cada vez que alguien las

pisara. Era un oficio de mula, porque había un subir y bajar incesante de

misioneros embarcados y novicias de carga, pero Eréndira lo sintió como un

domingo de todos los días después de la galera mortal de la cama. Además,

no era ella la única agotada al anochecer, pues aquel convento no estaba

consagrado a la lucha contra el demonio sino contra el desierto. Eréndira

había visto a las novicias indígenas desbravando las vacas a pescozones

para ordeñarlas en los establos, saltando días enteros sobre las tablas para

exprimir los quesos, asistiendo a las cabras en un mal parto. Las había visto

sudar como estibadores curtidos sacando el agua del aljibe, irrigando a

pulso un huerto temerario que otras novicias habían labrado con azadones

para plantar legumbres en el pedernal del desierto. Había visto el infierno

terrestre de los hornos de pan y los cuartos de plancha. Había visto a una

monja persiguiendo a un cerdo por el patio, la vio resbalar con el cerdo

cimarrón agarrado por las orejas y revolcarse en un barrizal sin soltarlo,

hasta que dos novicias con delantales de cuero la ayudaron a someterlo, y

una de ellas lo degolló con un cuchillo de matarife y todas quedaron

empapadas de sangre y de lodo. Había visto en el pabellón apartado del

hospital a las monjas tísicas con sus camisones de muertas, que esperaban la última orden de Dios bordando sábanas matrimoniales

en las terrazas, mientras los hombres de la misión predicaban en el desierto.

Eréndira vivía en su penumbra, descubriendo otras formas de belleza y de

horror que nunca había imaginado en el mundo estrecho de la cama, pero ni

las novicias más montaraces ni las más persuasivas habían logrado que

dijera una palabra desde que la llevaron al convento. Una mañana, cuando

estaba aguando la cal en el balde, oyó una música de cuerdas que parecía

una luz más diáfana en la luz del desierto. Cautivada por el milagro, se

asomó a un salón inmenso y vacío de paredes desnudas y ventanas grandes

por donde entraba a golpes y se quedaba estancada la claridad deslumbrante

de junio, y en el centro del salón vio a una monja bella que no había visto

antes, tocando un oratorio de Pascua en el clavicémbalo. Eréndira escuchó

la música sin parpadear, con el alma en un hilo, hasta que sonó la campana

para comer. Después del almuerzo, mientras blanqueaba la escalera con la

brocha de esparto, esperó a que todas las novicias acabaran de subir y bajar,

se quedó sola, donde nadie pudiera oírla, y entonces habló por primera vez

desde que entró en el convento.

 -Soy feliz -dijo.

 De modo que a la abuela se le acabaron las esperanzas de que

Eréndira escapara para volver con ella, pero mantuvo su asedio de granito,

sin tomar ninguna determinación, hasta el domingo de Pentecostés. Por esa

época los misioneros rastrillaban el desierto persiguiendo concubinas

encinta para casarlas, Iban hasta las rancherías más olvidadas en un

camioncito decrépito, con cuatro hombres de tropa bien armados y un arcón

de géneros de pacotilla. Lo más difícil de aquella cacería de indios era

convencer a las mujeres, que se defendían de la gracia divina con el

argumento verídico de que los hombres se sentían con derecho a exigirles a

las esposas legítimas un trabajo más rudo que a las concubinas, mientras

ellos dormían despernancados en los chinchorros. Había que seducirlas con

recursos de engaño, disolviéndoles la voluntad de Dios en el jarabe de su

propio idioma para que la sintieran menos áspera, pero hasta las más

retrecheras terminaban convencidas por unos aretes de oropel. A los

hombres, en cambio, una vez obtenida la aceptación de la mujer, los sacaban

a culatazos de los chinchorros y se los llevaban amarrados en la plataforma

de carga, para casarlos a la fuerza.

 Durante varios días la abuela vio pasar hacia el convento el

camioncito cargado de indias encinta, pero no reconoció su oportunidad. La

reconoció el propio domingo de Pentecostés, cuando oyó los cohetes y los

repiques de las campanas, y vio la muchedumbre miserable y alegre que

pasaba para la fiesta, y vio que entre las muchedumbres había mujeres

encinta con velos y coronas de novia, llevando del brazo a los maridos de

casualidad para volverlos legítimos en la boda colectiva.

 Entre los últimos del desfile pasó un muchacho de corazón inocente,

de pelo indio cortado como una totuma y vestido de andrajos, que llevaba en

la mano un cirio pascual con un lazo de seda. La abuela lo llamó.

 -Dime una cosa, hijo -le preguntó con su voz más tersa-. ¿Qué vas a

hacer tú en esa cumbiamba?

 El muchacho se sentía intimidado con el cirio, y le costaba trabajo

cerrar la boca por sus dientes de burro. -Es que los padrecitos me van a

hacer la primera comunión -dijo.

 -¿Cuánto te pagaron?

 -Cinco pesos.

 La abuela sacó de la faltriquera un rollo de billetes que el muchacho

miró asombrado.

 -Yo te voy a dar veinte -dijo la abuela-. Pero no para que hagas la

primera comunión, sino para que te cases.

 -¿Y eso con quién?

 -Con mi nieta.

 Así que Eréndira se casó en el patio del convento, con el balandrán de

reclusa y una mantilla de encaje que le regalaron las novicias, y sin saber al

menos cómo se llamaba el esposo que le había comprado su abuela. Soportó

con una esperanza incierta el tormento de las rodillas en el suelo de caliche,

la peste de pellejo de chivo de las doscientas novias embarazadas, el castigo

de la Epístola de San Pablo martillada en latín bajo la canícula inmóvil,

porque los misioneros no encontraron recursos para oponerse a la artimaña

de la boda imprevista, pero le habían prometido una última tentativa para

mantenerla en el convento. Sin embargo, al término de la ceremonia, y en

presencia del Prefecto Apostólico, del alcalde militar que disparaba contra

las nubes, de su esposo reciente y de su abuela impasible, Eréndira se

encontró de nuevo bajo el hechizo que la había dominado desde su

nacimiento. Cuando le preguntaron cuál era su voluntad libre, verdadera y

definitiva, no tuvo ni un suspiro de vacilación.

-Me quiero ir -dijo. Y aclaró, señalando al esposo-: Pero no me voy con él

sino con mi abuela.

 Ulises había perdido la tarde tratando de robarse una naranja en la

plantación de su padre, pues éste no le quitó la vista de encima mientras

podaban los árboles enfermos, y su madre lo vigilaba desde la casa. De

modo que renunció a supropósito, al menos por aquel día, y se quedó de.

mala gana ayudando a su padre hasta que terminaron de podar los últimos

naranjos.

 La extensa plantación era callada y oculta, y la casa de madera con

techo de latón tenía mallas de cobre en las ventanas y una terraza grande

montada sobre pilotes, con plantas primitivas de flores intensas. La madre

de Ulises estaba en la terraza., tumbada en un mecedor vienés y con hojas

ahumadas en las sienes para aliviar el dolor de cabeza, y su mirada de india

pura seguía los movimientos del hijo como un haz de luz invisible hasta los

lugares más esquivos del naranjal. Era muy bella, mucho más joven que el

marido, y no sólo continuaba vestida con el camisón de la tribu, sino que

conocía los secretos más antiguos de su sangre.

 Cuando Ulises volvió a la casa con los hierros de podar, su madre le

pidió la medicina de las cuatro, que estaba en una mesita cercana. Tan

pronto como él los tocó, el vaso y el frasco cambiaron de color. Luego tocó

por simple travesura una jarra de cristal que estaba en la mesa con otros

vasos, y también la jarra se volvió azul. Su madre lo observó mientras

tomaba la medicina, y cuando estuvo segura de que no era un delirio de su

dolor le preguntó en lengua guajira:

 -¿Desde cuándo te sucede?

 -Desde que vinimos del desierto -dijo Ulises, también en guajiro-. Es

sólo con las cosas de vidrio.

 Para demostrarlo, tocó uno tras otro los vasos que estaban en la mesa,

y todos cambiaron de colores diferentes.

 -Esas cosas sólo sucedería por amor -dijo la madre-. ¿Quién es?

 Ulises no contestó. Su padre, que no sabía la lengua guajira, pasaba

en ese momento por la terraza con un racimo de naranjas.

 -¿De qué hablan? -le preguntó a Ulises en holandés. -De nada

especial -contestó Ulises.

 La madre de Ulises no sabía el holandés. Cuando su marido entró en

la casa, le preguntó al hijo en guajiro:

 -¿Qué te dijo?

 -Nada especial -dijo Ulises.

 Perdió de vista a su padre cuando entró en la casa, pero lo volvió a

ver por una ventana dentro de la oficina. La madre esperó hasta quedarse a

solas con Ulises, y entonces insistió:

 -Dime quién es.

 -No es nadie -dijo Ulises.

 Contestó sin atención, porque estaba pendiente de los movimientos de

su padre dentro de la oficina. Lo había visto poner las naranjas sobre la caja

de caudales para componer la clave de la combinación. Pero mientras él

vigilaba a su padre, su madre lo vigilaba a él. -Hace mucho tiempo que no

comes pan -observó ella.

 -No me gusta.

 El rostro de la madre adquirió de pronto una vivacidad insólita.

"Mentira", dijo. "Es porque estás mal de amor, y los que están así no pueden

comer pan". Su voz, como sus ojos, había pasado de la súplica a la amenaza.

 -Más vale que me digas quién es -dijo-, o te doy a la fuerza unos

baños de purificación.

 En la oficina, el holandés abrió la caja de caudales, puso dentro las

naranjas, y volvió a cerrar la puerta blindada. Ulises se apartó entonces de la

ventana y le replicó a su madre con impaciencia.

 -Ya te dije que no es nadie -dijo-. Si no me crees, pregúntaselo a mi

papá.

 El holandés apareció en la puerta de la oficina encendiendo la pipa de

navegante, y con su Biblia descosida bajo el brazo. La mujer le preguntó en

castellano:

 -¿A quién conocieron en el desierto?

 -A nadie -le contestó su marido, un poco en las nubes-. Si no me

crees, pregúntaselo a Ulises.

 Se sentó en el fondo del corredor a chupar la pipa hasta que se le

agotó la carga. Después abrió la Biblia al azar y recitó fragmentos salteados

durante casi dos horas en un holandés fluido y altisonante.

 A media noche, Ulises seguía pensando con tanta intensidad que no

podía dormir. Se revolvió en el chinchorro una hora más, tratando de

dominar el dolor de los recuerdos, hasta que el propio dolor le dio la fuerza

que le hacía falta para decidir. Entonces se puso los pantalones de vaquero,

la camisa de cuadros escoceses y las botas de montar, y saltó por la ventana

y se fugó de la casa en la camioneta cargada de pájaros. Al pasar por la

plantación arrancó las tres naranjas maduras que no había podido robarse en

la tarde.

 Viajó por el desierto el resto de la noche, y al amanecer preguntó por

pueblos y rancherías cuál era el rumbo de Eréndira, pero nadie le daba

razón. Por fin le informaron que andaba detrás de la comitiva electoral del

senador Onésimo Sánchez, y que éste debía de estar aquel día en la Nueva

Castilla. No lo encontró allí, sino en el pueblo siguiente, y ya Eréndira no

andaba con él, pues la abuela había conseguido que el senador avalara su

moralidad con una carta de su puño y letra, y se iba abriendo con ella las

puertas mejor trancadas del desierto. Al tercer día se encontró con el hombre

del correo nacional, y éste le indicó la dirección que buscaba.

 -Van para el mar -le dijo-. Y apúrate, que la intención de la jodida

vieja es pasarse para la isla de Aruba.

 En ese rumbo, Ulises divisó al cabo de media jornada la capa amplia

y percudida que la abuela le había comprado a un circo en derrota. El

fotógrafo errante había vuelto con ella, convencido de que en efecto el

mundo no era tan grande como pensaba, y tenía instalados cerca de la carpa

sus telones idílicos. Una banda de chupa cobres cautivaba a los clientes de

Eréndira con un valse taciturno.

 Ulises esperó su turno para entrar, y lo primero que le llamó la

atención fue el orden y la limpieza en el interior de la carpa. La cama de la

abuela había recuperado su esplendor virreinal, la estatua del ángel estaba

en su lugar junto al baúl funerario de los Amadises, y había además una

bañera de peltre con patas de león. Acostada en su nuevo lecho de

marquesina, Eréndira estaba desnuda y plácida, e irradiaba un fulgor infantil

bajo la luz filtrada de la carpa. Dormía con los ojos abiertos. Ulises se

detuvo junto a ella, con las naranjas en la mano, y advirtió que lo estaba

mirando sin verlo. Entonces pasó la mano frente a sus ojos y la llamó con el

nombre que había inventado para pensar en ella:

 -Arídnere.

 Eréndira despertó. Se sintió desnuda frente a Ulises, hizo un chillido

sordo y se cubrió con la sábana hasta la cabeza.

 -No me mires -dijo-. Estoy horrible.

 -Estás toda color de naranja -dijo Ulises. Puso las frutas a la altura de

sus ojos para que ella comparara. Mira.

 Eréndira se descubrió los ojos y comprobó que en efecto las naranjas

tenían su color.

 -Ahora no quiero que te quedes -dijo.

 -Sólo entré para mostrarte esto -dijo Ulises-. Fíjate.

 Rompió una naranja con las uñas, la partió con las dos manos, y le

mostró a Eréndira el interior: clavado en el corazón de la fruta había un

diamante legítimo.

 - Estas son las naranjas que llevamos a la frontera -dijo.

 - ¡Pero son naranjas vivas! -exclamó Eréndira.

 - Claro -sonrió Ulises-. Las siembras mi papá.

 Eréndira no lo podía creer. Se descubrió la cara, cogió el diamante

con los dedos y lo contempló asombrada.

 -Con tres así le damos la vuelta al mundo -dijo Ulises-.

 Eréndira le devolvió el diamante con un aire de desaliento. Ulises

insistió.

 -Además, tengo una camioneta -dijo-. Y además... ¡Mira!

Se sacó de debajo de la camisa una pistola arcaica.

-No puedo irme antes de diez años -dijo Eréndira. -Te irás -dijo Ulises-. Esta

noche, cuando se duerma la ballena blanca, yo estaré ahí fuera, cantando

como la lechuza.

Hizo una imitación tan real del canto de la lechuza, que los Ojos de Eréndira

sonrieron por primera vez.

 -Es mi abuela -dijo.

 - ¿La lechuza?

 -La ballena.

 Ambos se rieron del equívoco, pero Eréndira retomó el hilo.

 -Nadie puede irse para ninguna parte sin permiso de su abuela.

 -No hay que decirle nada.

 -De todos modos, lo sabrá -dijo Eréndira-: ella sueña las cosas.

 -Cuando empiece a soñar que te vas, ya estaremos del otro lado de la

frontera. Pasaremos como los contrabandistas... -dijo Ulises.

Empuñando la pistola con un dominio de atarbán de cine imitó el sonido de

los disparos para embullar a Eréndira con su audacia. Ella no dijo ni que sí

ni que no, pero sus ojos suspiraron, y despidió a Ulises con un beso. Ulises,

conmovido, murmuró:

 -Mañana veremos pasar los buques.

 Aquella noche, poco después de las siete, Eréndira estaba peinando a

la abuela cuando volvió a soplar el viento de su desgracia. Al abrigo de la

carpa estaban los indios cargadores y el director de la charanga esperando el

pago de su sueldo. La abuela acabó de contar los billetes de un arcón que

tenía a su alcance, y después de consultar un cuaderno de cuentas le pagó al

mayor de los indios.

 -Aquí tienes -le dio-: veinte pesos la semana, menos ocho de la

comida, menos tres del agua, menos cincuenta centavos a buena cuenta de

las camisas nuevas, son ocho con cincuenta. Cuéntalos bien.

 El indio mayor contó el dinero, y todos se retiraron con una

reverencia.

 -Gracias, blanca.

 El siguiente era el director de los músicos. La abuela consultó el

cuaderno de cuentas, y se dirigió al fotógrafo, que estaba tratando de

remendar el fuelle de la cámara con pegotes de gutapercha.

 -En qué quedamos -le dijo- ¿pagas o no pagas la cuarta parte de la

música?

 El fotógrafo ni siquiera levantó la cabeza para contestar.

 -La música no sale en los retratos.

 -Pero despierta en la gente las ganas de retratarse -replicó la abuela.

 -Al contrario -dijo el fotógrafo-, les recuerda a los muertos, y luego

salen en los retratos con los ojos cerrados.

 El director de la charanga intervino.

 -Lo que hace cerrar los ojos no es la música -dijo-, son los

relámpagos de retratar de noche.

 -Es la música -insistió el fotógrafo.

 La abuela le puso término a la disputa. "No seas truñuño", le dijo al fotógrafo. "Fíjate lo bien que le va al senador Onésimo Sánchez, y es

gracias a los músicos que lleva." Luego, de un modo duro, concluyó:

 -De modo que pagas la parte que te corresponde, o sigues solo con tu

destino. No es justo que esa pobre criatura lleve encima todo el peso de los

gastos.

 -Sigo solo mi destino -dijo el fotógrafo-. Al fin y al cabo, yo lo que

soy es un artista.

 La abuela se encogió de hombros y se ocupó del músico. Le entregó

un mazo de billetes, de acuerdo con la cifra escrita en el cuaderno.

 -Doscientos cincuenta y cuatro piezas -le dijo- a cincuenta centavos

cada una, más treinta y dos en domingos y días feriados, a sesenta centavos

cada una, son ciento cincuenta y seis con veinte.

 El músico no recibió el dinero.

 -Son ciento ochenta y dos con cuarenta -dijo-. Los valses son más

caros,

 -¿Y eso por qué?

 -Porque son más tristes -dijo el músico.

 La abuela lo obligó a que cogiera el dinero,

 -Pues esta semana nos tocas dos piezas alegres por cada valse qué te

debo, y quedamos en paz.

 El músico no entendió la lógica de la abuela, pero aceptó las cuentas

mientras desenredaba el enredo. En ese instante, el viento despavorido

estuvo a punto de desarraigar la carpa, y en el silencio que dejó a su paso se

escuchó en el exterior, nítido y lúgubre, el canto de la lechuza.

 Eréndira no supo qué hacer para disimular su turbación. Cerró el arca

del dinero y la escondió debajo de la cama, pero la abuela le conoció el

temor de la mano cuando le entregó la llave. "No te asustes", -le dijo-.

"Siempre hay lechuzas en las noches de viento". Sin embargo, no dio

muestras de igual convicción cuando vio salir al fotógrafo con la cámara a

cuestas.

 -Si quieres, quédate hasta mañana -le dijo-, la muerte anda suelta esta

noche.

 También el fotógrafo percibió el canto de la lechuza, pero no cambió

de parecer.

 -Quédate, hijo -insistió la abuela- aunque sea por el cariño que te

tengo.

 -Pero no pago la música -dijo el fotógrafo.

 -Ah, no -dijo la abuela-. Eso no.

 -¿Ya ve? -dijo el fotógrafo-. Usted no quiere a nadie.

 La abuela palideció de rabia.

 -Entonces lárgate -dijo-. ¡Malnacido!

 Se sentía tan ultrajada, que siguió despotricando contra él mientras

Eréndira la ayudaba a acostarse. "Hijo de mala madre", rezongaba. "Qué

sabrá ese bastardo del corazón ajeno". Eréndira no le puso atención, pues la

lechuza la solicitaba con un apremio tenaz en las pausas del viento, y estaba

atormentada por la incertidumbre.

 La abuela acabó de acostarse con el mismo ritual que era de rigor en

la mansión antigua, y mientras la nieta la abanicaba se sobrepuso al rencor y

volvió a respirar sus aires estériles.

 -Tienes que madrugar -dijo entonces-, para que me hiervas la infusión

del baño antes de que llegue la gente.

 -Sí, abuela.

 -Con el tiempo que te sobré, lava la muda sucia de los indios, y así

tendremos algo más que descontarles la semana entrante.

 -Sí, abuela -dijo Eréndira.

 -Y duerme despacio para que no te canses, que mañana es jueves, el

día más largo de la semana.

 -Sí, abuela.

 -Y le pones su alimento al avestruz.

 -Sí, abuela -dijo Eréndira.

 Dejó el abanico en la cabecera de la cama y encendió dos velas de

altar frente al arcón de sus muertos. La abuela, ya dormida, le dio la orden

atrasada.

 -No se te olvide prender las velas de los Amadises. -Sí, abuela.

Eréndira sabía entonces que no despertaría, porque había empezado a

delirar. Oyó los ladridos del viento alrededor de la carpa, pero tampoco esa

vez había reconocído el soplo de su desgracia. Se asomó a la noche hasta que volvió a

cantar la lechuza, y su instinto de libertad prevaleció por fin contra el

hechizo de la abuela.

No había dado cinco pasos fuera de la carpa cuando encontró al fotógrafo

que estaba amarrando sus aparejos en la parrilla de la bicicleta. Su sonrisa

cómplice la tranquilizó.

 -Yo no sé nada -dijo el fotógrafo-, no he visto nada ni pago la música.

 Se despidió con una bendición universal. Eréndira corrió entonces

hacia el desierto, decidida para siempre, y se perdió en las tinieblas del

viento donde cantaba la lechuza.

 Esa vez la abuela recurrló de inmediato a la autoridad civil. El

comandante del retén local saltó del chinchorro a las seis de la mañana,

cuando ella le puso ante los ojos la carta del senador. El padre de Ulises

esperaba en la puerta.

 -Cómo carajo quiere que la lea -gritó el comandante- si no sé leer.

 -Es una carta de recomendación del senador Onésimo Sánchez -dijo

la abuela.

 Sin más preguntas, el comandante descolgó un rifle que tenía cerca

del chinchorro y empezó a gritar órdenes a sus agentes. Cinco minutos

después estaban todos dentro de una camioneta militar, volando hacia la

frontera, con un viento contrario que borraba las huellas de los fugitivos. En

el asiento delantero, junto al conductor, viajaba el comandante. Detrás

estaba el holandés con la abuela, y en cada estribo iba un agente armado.

 Muy cerca del pueblo detuvieron una caravana de camiones cubiertos

con lona impermeable. Varios hombres que viajaban ocultos en la

plataforma de carga levantaron la lona y apuntaron a la camioneta con

ametralladoras y rifles de guerra. El comandante le preguntó al conductor

del primer camión a qué distancia había encontrado una camioneta de granja

cargada de pájaros.

 El conductor arrancó antes de contestar.

 -Nosotros no somos chivatos -dijo indignado-, somos contrabandistas.

 El comandante vio pasar muy cerca de sus ojos los cañones ahumados

de las ametralladoras, alzó los brazos y sonrió.

 -Por lo menos -les gritó- tengan la vergüenza de no circular a pleno

sol.

 El último camión llevaba un letrero en la defensa posterior: Pienso en

ti Eréndira.

 El viento se iba haciendo más árido a medida que avanzaban hacia el

Norte, y el sol era más bravo con el viento, y costaba trabajo respirar por el

calor y el polvo dentro de la camioneta cerrada.

 La abuela fue la primera que divisó al fotógrafo: pedaleaba en el

mismo sentido en que ellos volaban, sin más amparo contra la insolación

que un pañuelo amarrado en la cabeza.

 -Ahí está -lo señaló- ése fue el cómplice. Malnacido.

 El comandante le ordenó a uno de los agentes del estribo que se

hiciera cargo del fotógrafo.

 -Agárralo y nos esperas aquí -le dijo-. Ya volvemos.

 El agente saltó del estribo y le dio al fotógrafo dos voces de alto. El

fotógrafo no lo oyó por el viento contrario. Cuando la camioneta se le

adelantó, la abuela le hizo un gesto enigmático, pero él lo confundió con un

saludo, sonrió, v le dijo adiós con la mano. No oyó el disparo. Dio una

voltereta en el aire y cayó muerto sobre la bicicleta con la cabeza destrozada

por una bala de rifle que nunca supo de dónde le vino.

 Antes del mediodía empezaron a ver las plumas. Pasaban en el viento,

y eran plumas de pájaros nuevos, y el holandés las conoció porque eran las

de sus pájaros desplomados por el viento. El conductor corrigió el rumbo,

hundió a fondo el pedal, y antes de media hora divisaron la camioneta en el

horizonte.

 Cuando Ulises vio aparecer el carro militar en el espejo retrovisor,

hizo un esfuerzo por aumentar la distancia, pero el motor no daba para más.

Habían viajado sin dormir y estaban estragados de cansancio de sed.

Eréndira, que dormitaba en el hombro de Ulises, despertó asustada. Vio la

camioneta que estaba a punto de alcanzarlos y con una determinación

cándida cogió la pistola de la guantera.

 -No sirve -dijo Ulises-. Era de Francis Drake.

 La martilló varias veces y la tiró por la ventana. La patrulla militar se

le adelantó a la destartalada camioneta cargada de pájaros desplomados por

el viento, hizo una curva forzada, y le cerró el camino.

 Las conocí por esa época, que fue la de más grande esplendor, aunque

no había de escudriñar los pormenores de su vida sino muchos años

después, cuando Rafael Escalona reveló en una canción el desenlace terrible

del drama y me pareció que era bueno para contarlo. Yo andaba vendiendo

enciclopedias y libros de medicina por la provincia de Riohacha. Álvaro

Cepeda Zamudio, que andaba también por esos rumbos vendiendo máquinas

de cerveza helada, me llevó en su camioneta por los pueblos del desierto

con la intención de hablarme de no sé qué cosa, y hablamos tanto de nada y

tomamos tanta cerveza que sin saber cuándo ni por dónde atravesamos el

desierto entero y llegamos hasta la frontera. Allí estaba la carpa del amor

errante, bajo los lienzos de letreros colgados: Eréndira es mejor Vaya y

vuelva Eréndira lo espera Esto no es vida sin Eréndira. La fila interminable

y ondulante, compuesta por hombres de razas y cones diversas, parecía una

serpiente de vértebras humanas que dormitaba a través de solares y plazas,

por entre bazares abigarrados y mercados ruidosos, y se salía de las calles de

aquella ciudad fragorosa de traficantes de paso. Cada calle era un garito

público, cada casa una cantina, cada puerta un refugio de prófugos. Las

numerosas músicas indescifrables y los pregones gritados formaban un solo

estruendo de pánico en el calor alucinante.

 Entre la muchedumbre de apátridas y vividores estaba Blacamán, el

bueno, trepado en una mesa, pidiendo una culebra de verdad para probar en

carne propia un antídoto de su invención. Estaba la mujer que se había

convertido en araña por desobedecer a sus padres, que por cincuenta

centavos se dejaba tocar para que vieran que no había engaño y contestaba

las preguntas que quisieran hacerle sobre su desventura. Estaba un enviado

de la vida eterna que anunciaba la venida inminente del pavoroso

murciélago sideral, cuyo ardiente resuello de azufre había de trastornar el

orden de la naturaleza, y haría salir a flote los misterios del mar.

El único remanso de sosiego era el barrio de tolerancia, a donde sólo

llegaban los rescoldos del fragor urbano. Mujeres venidas de los cuatro

cuadrantes de la rosa náutica bostezaban de tedio en los abandonados

salones de baile. Habían hecho la siesta sentadas, sin que nadie las

despertara para quererlas, y seguían esperando al murciélago sideral bajo los

ventiladores de aspas atornilladas en el cielo raso. De pronto, una de ellas se

levantó, y fue a una galería de trinitarias que daba sobre la calle. Por allí

pasaba la fila de los pretendientes de Eréndira.

-A ver -les gritó la mujer-. ¿Qué tiene ésa que no tenemos nosotras?

 -Una carta de un senador -gritó alguien.

Atraídas por los gritos y las carcajadas, otras mujeres salieron a la galería.

-Hace días que esa cola está así -dijo una de ellas-. Imagínate, a cincuenta

pesos cada uno. La que había salido primero decidió:

-Pues yo me voy a ver qué es lo que tiene de oro esa sietemesino.

-Yo también -dijo otra-. Será mejor que estar aquí calentando gratis el

asiento.

En el camino, se incorporaron otras, y cuando llegaron a la tienda de Eréndira habían integrado una con-

parsa bulliciosa. Entraron sin anunciarse, espantaron a golpes de almohadas

al hombre que encontraron gastándose lo mejor que podía el dinero que había pagado, y cargaron la cama de

Eréndira y la sacaron en andas a la calle.

-Esto es un atropello -gritaba la abuela-. ¡Cáfila de desleales! ¡Montoneras!

-Y luego, contra los hombres de la fila-: y ustedes, pollerones, dónde tienen

las criadillas que permiten este abuso contra una pobre criatura indefensa.

¡Maricas!

Siguió gritando hasta donde le daba la voz, repartiendo tramojazos de báculo contra quienes se pusieran a su alcance, pero su

cólera era inaudible entre los gritos y las rechiflas de burla de la

muchedumbre.

Eréndira no pudo escapar del escarnio porque se lo impidió la cadena de

perro con que la abuela la encadenaba de un travesaño de la cama desde que trató de fugarse. Pero no le

hicieron ningún daño. La mostraron en su altar de marquesina por las calles

de más estrépito, como el paso alegórico de la penitente encadenada, y al

final la pusieron en cámara ardiente en el centro de la plaza mayor. Eréndira

estaba enroscada, con la cara escondida, pero sin llorar, y así permaneció en el sol terrible de la plaza, mordiendo de vergüenza y de rabia la cadena de perro de su

mal destino, hasta que alguien le hizo la caridad de taparla con una camisa.

Esa fue la única vez que las vi, pero supe que habían perfnanecido en

aquella ciudad fronteriza bajo el amparo de la fuerza pública hasta que

reventaron las arcas de la abuela, y que entonces abandonaron el desierto

hacia el rumbo de] mar. Nunca se vio tanta opulencia junta por aquellos

reinos de pobres. Era un desfile de carretas tiradas por bueyes, sobre las cuales se amontonaban algunas réplicas de

pacotilla de la palafernalia extinguida con el desastre de la mansión, y no

sólo los bustos imperiales y los relojes raros, sino también un plano de

ocasión y una vi trola de manigueta con los discos de la nostalgia. Una recua

de indios se ocupaba de la carga, y una banda de músicos anunciaba en los

pueblos su llegada triunfal,

La abuela viajaba en un palanquín con guirnaldas de papel, rumiando los

cereales de la faltriquera, a la sombra de un palio de iglesia. Su tamaño

monumental había aumentado, porque usaba debajo de la blusa un chaleco

de lona de velero, en el cual se metía los lingotes de oro como se meten las

balas en un cinturón de cartucheras. Eréndira estaba junto a ella, vestida de

géneros vistosos y con estoperoles colgados, pero todavía con la cadena de

perro en el tobillo.

-No te puedes quejar -le había dicho la abuela al salir de la ciudad

fronteriza-. Tienes ropas de reina, una cama de lujo, una banda de música

propia, y catorce indios a tu servicio. ¿No te parece espléndido?

-Sí, abuela.

-Cuando yo te falte -prosiguió la abuela-, no quedarás a merced de los hombres, porque tendrás tu casa

propia en una ciudad de importancia. Serás libre y feliz.

Era una visión nueva e imprevista del porvenir. En cambio, no había vuelto a

hablar de la deuda de origen, cuyos pormenores se retorcían y cuyos plazos

aumentaban a medida que se hacían más intrincadas las cuestas del negocio. Sin

embargo, Eréndira no emitió un suspiro que permitiera vislumbrar su

pensamiento. Se sometió en silencio al tormento de la cama en los charcos

de salitre, en el sopor de los pueblos lacustres, en el cráter lunar de las

minas de talco, mientras la abuela le cantaba la visión del futuro como si la

estuviera descifrando en las barajas. Una tarde, al final de un desfiladero

opresivo, percibieron un viento de laureles antiguos, y escucharon piltrafas de diálogos de Jamaica, y sintieron unas ansias de vida, y

un nudo en el corazón, y era que habían llegado al mar.

-Ahí lo tienes -dijo la abuela, respirando la luz de vidrio del Caribe al cabo

de media vida de destierro-. ¿No te gusta?

 -Sí, abuela.

Allí plantaron la carpa. La abuela pasó la noche hablando sin soñar, y a

veces confundía sus nostalgias con la clarividencia del porvenir. Durmió

hasta más tarde que de costumbre y despertó sosegada por el rumor del mar.

Sin embargo, cuando Eréndira la estaba bañando volvió a hacerle

pronósticos sobre el futuro, y era una clarividencia tan febril que parecía un

delirio de vigilia.

-Serás una dueña señorial -le dijo-. Una dama de alcurnia, venerada por tus

protegidas, y complacida y honrada por las más altas autoridades. Los

capitanes de

los buques te mandarán postales desde todos los puertos del mundo.

Eréndira no la escuchaba. El agua tibia perfumada de orégano chorreaba en

la bañera por un canal alimentado desde el exterior. Eréndira la recogía con

una totuma impenetrable, sin respirar siquiera, y se la echaba a la abuela con

una mano mientras la jabonaba con la otra.

-El prestigio de tu casa volará de boca en boca desde el cordón de las

Antillas hasta los reinos de Holanda -decía la abuela-. Y ha de ser más

importante que la casa presidencial, porque en ella se discutirán los asuntos

del gobierno y se arreglará el destino de la nación.

De pronto, el agua se extinguió en el canal. Eréndira salió de la carpa para

averiguar qué pasaba, y vio que el indio encargado de echar el agua en el

canal estaba cortando leña en la cocina.

-Se acabó -dijo el indio-. Hay que enfriar más agua.

Eréndira fue hasta la hornilla donde había otra olla grande con hojas

aromáticas hervidas. Se envolvió las manos en un trapo, y comprobó que

podía levantar la olla sin ayuda del indio.

 -Vete -le dijo-. Yo echo el agua.

Esperó hasta que el indio saliera de la cocina. Entonces quitó del fuego la olla hirviente, la levantó con mucho trabajo hasta la

altura de la canal, y ya iba a echar el agua mortífera en el conducto de la

bañera cuando la abuela gritó en el interior de la carpa:

 - ¡Eréndira!

Fue como si la hubiera visto. La nieta, asustada por el grito, se arrepintió en

el instante final.

 -Ya voy, abuela -dijo-. Estoy enfriando el agua.

Aquella noche estuvo cavilando hasta muy tarde, mientras la abuela cantaba

dormida con el chaleco de oro. Eréndira la contempló desde su cama con

unos ojos intensos que parecían de gato en la penumbra. Luego se acostó

como un ahogado, con los brazos en el pecho y los Ojos abiertos, y llamó

con toda la fuerza de su voz interior:

 -uiises.

Ulises despertó de golpe en la casa del naranjal. Había oído la voz de Eréndira con tanta claridad, que la buscó en las sombras

del cuarto. Al cabo de un instante de reflexión, hizo un rollo con sus ropas y

sus zapatos, y abandonó el dormitorio. Había atravesado la terraza cuando

lo sorprendió la voz de su padre:

 -Para dónde vas.

 Ulises lo vio iluminado de azul por la luna.

 -Para el mundo -contestó.

-Esta vez no te lo voy a impedir -dijo el holandés-. Pero te advierto una

cosa: a dondequiera que vayas te perseguirá la maldición de tu padre.

 -Así sea -dijo Ulises.

Sorprendido, y hasta un poco orgulloso por la reso-

lución del hijo, el holandés lo siguió por el naranjal enlunado con una mirada que poco a poco empezaba a sonreír. Su mujer estaba a sus espaldas con su modo de estar de india hermosa.

El holandés habló cuando Ulises cerró el portal.

-Ya volverá -dijo- apaleado por la vida, más pronto de lo que tú crees.

 -Eres muy bruto -suspiró ella-. No volverá nunca.

 En esa ocasión, Ulises no tuvo que preguntarle a nadie por el rumbo

de Eréndira. Atravesó el desierto escondido en camiones de paso, robando

para comer y para dormir, y robando muchas veces por el puro placer del

riesgo, hasta que encontró la carpa en otro pueblo de mar, desde el cual se

veían los edificios de vidrio de una ciudad iluminada, y donde resonaban los

adioses nocturnos de los buques que zarpaban para la isla de Aruba. Eréndira estaba

dormida, encadenada al travesaño, y en la misma posición de ahogado a la

deriva, en que lo había llamado. Ulises permaneció contemplándola un largo

rato sin despertarla, pero la contempló con tanta intensidad que Eréndira despertó. Entonces se besaron en la oscuridad, se

acariciaron sin prisa, se desnudaron hasta la fatiga, con una ternura callada y

una dicha recóndita que se parecieron más que nunca al amor.

En el otro extremo de la carpa, la abuela dormida dio una vuelta

monumental y empezó a delirar.

-Eso fue por los tiempos en que llegó el barco griego -dijo-. Era una

tripulación de locos que hacían felices a las mujeres y no les pagaban con

dinero sino con esponjas, unas esponjas vivas que después andaban

caminando por dentro de las casas, gimiendo como enfermos de hospital y

haciendo llorar a los niños para beberse las lágrimas.

Se incorporó con un movimiento subterráneo, y se sentó en la cama.

-Entonces fue cuando llegó él, Dios mío -gritó-, más fuerte, más grande y

mucho más hombre que Amadís.

Ulises, que hasta entonces no había prestado atención al delirio, trató de

esconderse cuando vio a la abuela sentada en la cama. Eréndira lo

tranquilizó.

-Tate quieto -le dijo-. Siempre que llega a esa parte se sienta en la cama, pero no despierta.

 Ulises se acostó en su hombro.

-Yo estaba esa noche cantando con los marineros y pensé que era un

temblor de tierra -continuó la abue-

la-. Todos debieron pensar lo mismo, porque huyeron dando gritos, muertos

de risa, y sólo quedó él bajo el cobertizo de astro mellas. Recuerdo como si

hubiera sido ayer que yo estaba cantando la canción que todos cantaban en aquellos tiempos. Hasta los loros en los patios, cantaban.

Sin son ni ton, como sólo es posible cantar en los sueños, cantó las líneas de

su amargura:

 Señor, Señor, devuélveme mi antigua inocencia para gozar su amor otra

vez desde el principio Sólo entonces se interesó Ulises en la nostalgia de la

abuela.

-Ahí estaba él -decía- con una guacamaya en el hombro y un trabuco de

matar caníbales como llegó Guatarral a las Guayanas, y yo sentí su aliento

de muerte cuando se plantó en frente de mí, y me dijo: le he dado mil veces

la vuelta al mundo y he visto a todas las mujeres de todas las naciones, así que tengo autoridad para decirte que eres la

más altiva y la más servicial, la más hermosa de la tierra.

Se acostó de nuevo y sollozó en la almohada. Ulises y Eréndira

permanecieron un largo rato en silencio, mecidos en la penumbra por la

respiración descomunal de la anciana dormida. De pronto, Eréndira

preguntó sin un quebranto mínimo en la voz:

 -¿Te atreverías a matarla?

 Tomado de sorpresa, Ulises no supo qué contestar. -Quién sabe -dijo-.

¿Tú te atreves?

 -Yo no puedo -dijo Eréndira-, porque es mi abuela.

Entonces Ulises observó otra vez el enorme cuerpo dormido, como

midiendo su cantidad de vida, y decidió: -Por ti soy capaz de todo.

 Ulises compró una libra de veneno para ratas, la revolvió con nata de

leche y mermelada de frambuesa, y vertió aquella crema mortal dentro de un

pastel al que le había sacado su relleno de origen. Después le puso encima

una crema más densa, componiéndolo con una cuchara hasta que no quedó

ningún rastro de la maniobra siniestra y completó el engaño con setenta y

dos velitas rosadas.

 La abuela se incorporó en el trono blandiendo el báculo amenazador

cuando lo vio entrar en la carpa con el pastel de fiesta,

 -Descarado -gritó-. ¡Cómo te atreves a poner los pies en esta casa!

 Ulises se escondió detrás de su cara de ángel.

 -Vengo a pedirle perdón -dijo-, hoy día de su cumpleaños.

 Desarmada por su mentira certera, la abuela hizo poner la mesa como

para una cena de bodas. Sentó a Ulises a su diestra, mientras Eréndira les

servía, y después de apagar las velas con un soplo arrasador cortó el pastel

en partes iguales. Le sirvió a Ulises.

 -Un hombre que sabe hacerse perdonar tiene ganada la mitad del cielo

-dijo-Te dejo el primer pedazo que es el de la felicidad.

 -No me gusta el dulce -dijo él. Que le aproveche.

 La abuela le ofreció a Eréndira otro pedazo de pastel. Ella se lo llevó

a la cocina lo tiró en la caja de la basura.

 La abuela se comió sola todo el resto. Se metía los pedazos enteros en

la boca y se los tragaba sin masticar, gimiendo de gozo, y mirando a Ulises

desde el limbo de su placer. Cuando no hubo más en su plato se comió

también el que Ulises había despreciado. Mientras masticaba el último

trozo, recogía con los dedos y se metía en la boca las migajas del mantel.

 Había comido arsénico como para exterminar una generación de ratas.

Sin embargo, tocó el piano y cantó hasta la media noche, se acostó feliz, y

consiguió un sueño natural. El único signo nuevo fue un rastro pedregoso en

su respiración.

 Eréndira y Ulises la vigilaron desde la otra cama, y sólo esperaban su

estertor final. Pero la voz fue tan viva como siempre cuando empezó a

delirar.

 - ¡Me volvió loca, Dios mío, me volvió loca! -gritó-. Yo ponía dos

trancas en el dormitorio para que no entrara, ponía el tocador y la mesa

contra la puerta y las sillas sobre la mesa, y bastaba con que él diera un

golpecito con el anillo para que los parapetos se desbarataran, las sillas se

bajaban solas de la mesa, la mesa y el tocador se apartaban solos, las

trancas se salían solas de las argollas.

Eréndira y Ulises la contemplaban con un asombro creciente, a medida que

el delirio se volvía más profundo y dramático, y la voz más íntima.

 -Yo sentía que me iba a morir, empapada en sudor de miedo,

suplicando por dentro que la puerta se abriera sin abrirse, que él entrara sin

entrar, que no se fuera nunca pero que tampoco volviera jamás, para no

tener que matarlo.

 Siguió recapitulando su drama durante varias horas, hasta en sus

detalles más ínfimos, como si lo hubiera vuelto a vivir en el sueño. Poco

antes del amanecer se revolvió en la cama con un movimiento de

acomodación sísmica y la voz se le quebró con la inminencia de los

sollozos.

 -Yo lo previne, y se rio -gritaba-, lo volví a prevenir y volvió a reírse,

hasta que abrió los ojos aterrados, diciendo, ¡ay reina! ¡ay reina!, y la voz no

le salió por la boca sino por la cuchillada de la garganta.

 Ulises, espantado con la tremenda evocación de la abuela, se agarró

de la mano de Eréndira.

 - ¡Vieja asesina! -exclamó.

 Eréndira no le prestó atención, porque en ese instante empezó a

despuntar el alba. Los relojes dieron las cinco.

 - ¡Vete! -dijo Eréndira-. Ya va a despertar.

 -Está más viva que un elefante -exclamó Ulises-. ¡No puede ser! ,

 Eréndira lo atravesó con una mirada mortal.

 -Lo que pasa -dijo- es que tú no sirves ni para matar a nadie.

 Ulises se impresionó tanto con la crudeza del reproche, que se evadió

de la carpa. Eréndira continuó observando a la abuela dormida, con su odio

secreto, con la rabia de la frustración, a medida que se alzaba el amanecer y

se iba despertando el aire de los pájaros. Entonces la abuela abrió los Ojos y

la miró con una sonrisa plácida.

 -Dios te salve, hija.

 El único cambio notable fue un principio de desorden en las normas

cotidianas. Era miércoles, pero la abuela quiso ponerse un traje de domingo,

decidió que Eréndira no recibiera ningún cliente antes de las once, y le pidió

que le pintara las uñas de color granate y le hiciera un peinado de pontifical.

 -Nunca había tenido tantas ganas de retratarme -exclamó.

 Eréndira empezó a peinarla, pero al pasar el peine de desenredar se

quedó entre los dientes un mazo de cabellos. Se lo mostró asustada a la

abuela. Ella lo examinó, trató de arrancarse otro mechón con los dedos, y

otro arbusto de pelos se le quedó en la mano. Lo tiró al suelo y probó otra

vez, y se arrancó un mechón más grande. Entonces empezó a arrancarse el

cabello con las dos manos, muerta de risa, arrojando los puñados en el aire

con un júbilo incomprensible, hasta que la cabeza le quedó como un coco

pelado.

 Eréndira no volvió a tener noticias de Ulises hasta dos semanas más

tarde, cuando percibió fuera de la carpa el reclamo de la lechuza. La abuela

había empezado a tocar el piano, y estaba tan absorta en su nostalgia que no

se daba cuenta de la realidad. Tenía en la cabeza una peluca de plumas

radiantes.

 Eréndira acudió al llamado y sólo entonces descubrió la mecha de

detonante que salía de la caja del piano y se prolongaba por entre la maleza

y se perdía en la oscuridad. Corrió hacia donde estaba Ulises, se escondió

junto a él entre los arbustos, y ambos vieron con el corazón oprimido la

llamita azul que se fue por la mecha del detonante, atravesó el espacio

oscuro y penetró en la carpa.

 -Tápate los oídos -dijo Ulises.

 Ambos lo hicieron, sin que hiciera falta, porque no hubo explosión.

La tienda se iluminó por dentro con una deflagración radiante, estalló en

silencio, y desapareció en una tromba de humo de pólvora mojada. Cuando

Eréndira se atrevió a entrar, creyendo que la abuela estaba muerta, la

encontró con la peluca chamuscada y la camisa en piltrafas, pero más viva

que nunca, tratando de sofocar el fuego con una manta.

 Ulises se escabulló al amparo de la gritería de los indios que no

sabían qué hacer, confundidos por las órdenes contradictorias de la abuela.

Cuando lograron por fin dominar las llamas y disipar el humo, se

encontraron con una visión de naufragio.

 -Parece cosa del maligno -dijo la abuela-. Los pianos no estallan por

casualidad.

 Hizo toda clase de conjeturas para establecer las causas del nuevo

desastre, pero las evasivas de Eréndira, y su actitud impávida, acabaron de

confundirla. No encontró una mínima fisura en la conducta de la nieta, ni se

acordó de la existencia de Ulises. Estuvo despierta hasta la madrugada,

hilando suposiciones y haciendo cálculos de las pérdidas. Durmió poco y

mal. A la mañana siguiente, cuando Eréndira le quitó el chaleco de las

barras de oro le encontró ampollas de fuego en los hombros, y el pecho en

carne viva. "Con razón que dormí dando vueltas", dijo, mientras Eréndira le

echaba claras de huevo en las quemaduras. "Y además, tuve un sueño raro."

Hizo un esfuerzo de concentración, para evocar la imagen, hasta que la tuvo

tan nítida en la memoria como en el sueño.

 -Era un pavorreal en una hamaca blanca -dijo.

 Eréndira se sorprendió, pero rehízo de inmediato su expresión

cotidiana.

 -Es un buen anuncio -mintió-. Los pavorreales de los sueños son

animales de larga vida.

 -Dios te oiga -dijo la abuela-, porque estamos otra vez como al

principio. Hay que empezar de nuevo.

 Eréndira no se alteró. Salió de la carpa con el platón de las

compresas, y dejó a la abuela con el torso embebido de claras de huevo, y el

cráneo embadurnado de mostaza. Estaba echando más claras de huevo en el

platón, bajo el cobertizo de palmas que servía de cocina, cuando vio

aparecer los Ojos de Ulises por detrás del fogón como lo vio la primera vez

detrás de su cama. No se sorprendió, sino que le dijo con una voz de

cansancio:

 -Lo único que has conseguido es aumentarme la deuda.

 Los Ojos de Ulises se turbaron de ansiedad. Permaneció inmóvil,

mirando a Eréndira en silencio, viéndola partir los huevos con una

expresión fija, de absoluto desprecio, como si él no existiera. Al cabo de un

momento, los ojos se movieron, revisaron las cosas de la cocina, las ollas

colgadas, las ristras de achiote, los platos, el cuchillo de destazar. Ulises se

incorporó, siempre sin decir nada, y entró bajo el cobertizo y descolgó el

cuchillo.

 Eréndira no se volvió a mirarlo, pero en el momento en que Ulises

abandonaba el cobertizo, le dijo en voz muy baja:

 -Ten cuidado, que ya tuvo un aviso de la muerte. Soñó con un

pavorreal en una hamaca blanca.

 La abuela vio entrar a Ulises con el cuchillo, y haciendo un supremo

esfuerzo se incorporó sin ayuda del báculo y levantó los brazos.

 - ¡Muchacho! -gritó-. Te volviste loco.

 Ulises le saltó encima y le dio una cuchillada certera en el pecho

desnudo. La abuela lanzó un gemido, se le echó encima y trató de

estrangularlo con sus potentes brazos de oso.

 -Hijo de puta -gruñó-. Demasiado tarde me doy cuenta que tienes cara

de ángel traidor.

 No pudo decir nada más porque Ulises logró liberar la mano con el

cuchillo y le asestó una segunda cuchillada en el costado. La abuela soltó un

gemido recóndito y abrazó con más fuerza al agresor. Utises asestó un tercer

golpe, sin piedad, y un chorro de sangre expulsada a alta presión le salpicó

la cara: era una sangre oleosa, brillante y verde, igual que la miel de

menta.Eréndira apareció en la entrada con el platón en la mano, y observó la

lucha con una impavidez criminal.

 Grande, monolítica, gruñendo de dolor y de rabia, la abuela se aferró

al cuerpo de Ulises. Sus brazos, sus piernas, hasta su cráneo pelado estaban

verdes de sangre. La enorme respiración de fuelle, trastornada por los

primeros estertores, ocupaba todo el ámbito. Ulises logró liberar otra vez el

brazo armado, abrió un tajo en el vientre, y una explosión de sangre lo

empapó de verde hasta los pies. La abuela trató de alcanzar el aire que ya le

hacía falta para vivir, y se derrumbó de bruces. Ulises se soltó de los brazos

exhaustos y sin darse un instante de tregua le asestó al vasto cuerpo caído la

cuchillada final.

 Eréndira puso entonces el platón en una mesa, se inclinó sobre la

abuela, escudriñándole sin tocarla, y cuando se convenció de que estaba

muerta su rostro adquirió de golpe toda la madurez de persona mayor que no

le habían dado sus veinte años de infortunio. Con movimientos rápidos y

precisos, cogió el chaleco de oro y salió de la carpa.

 Ulises permaneció sentado junto al cadáver, agotado por la lucha, y

cuanto más trataba de limpiarse la cara más se la embadurnaba de aquella

materia verde y viva que parecía fluir de sus dedos. Sólo cuando vio salir a

Eréndira con el chaleco de oro tomó conciencia de su estado.

 La llamó a gritos, pero no recibió ninguna respuesta. Se arrastró hasta

la entrada de la carpa, y vio que Eréndira empezaba a correr por la orilla del

mar en dirección opuesta a la de la ciudad. Entonces hizo un último esfuerzo

para perseguirla, llamándola con unos gritos desgarrados que ya no eran de

amante sino de hijo, pero lo venció el terrible agotamiento de haber matado

a una mujer sin ayuda de nadie. Los indios de la abuela lo alcanzaron tirado

boca bajo en la playa, llorando de soledad y de miedo.

Eréndira no lo había oído. Iba corriendo contra el viento, más veloz

que un venado, y ninguna voz de este mundo la podía detener. Pasó

corriendo sin volver la cabeza por el vapor ardiente de los charcos de salitre,

por los cráteres de talco, por el sopor de los palafitos, hasta que se acabaron

las ciencias naturales del mar y empezó el desierto, pero todavía siguió

corriendo con el chaleco de oro más allá de los vientos áridos y los

atardeceres de nunca acabar, y jamás se volvió a tener la menor noticia de

 

ella ni se encontró el vestigio más ínfimo de su desgracia.

ACTIVIDAD 1

Realiza la lectura de LA INCREÍBLE Y TRISTE HISTORIA DE CÁNDIDA ERÉNDIRA Y DE SU ABUELA DESALMADA (1972)

1. escribe su propio resumen, luego de haber leído la historia

 

2. a lo largo del relato podemos pasar por diferentes ambientes ¿Qué ambientes se nombran en la historia narrada y en

cual región del país se puede ubicar? Escriba ejemplos concretos de estos ambientes tomados de la historia leída

 

3. ¿Cómo había llegado la abuela hasta ese desierto?

 

4. en el primer párrafo del relato el narrador dice que ni la abuela ni Eréndira advirtieron las señales del viento por su

¨naturaleza desatinada¨. Que quiere decir con esta expresión

 

5. ¿Qué características tiene la decoración de la casa en la que Vivian la abuela y la nieta?

 

6. ¿Cómo comienza la desgracia de Eréndira?

 

7. ¿cómo describe el narrador Ulises?

 

8. Relee la narración de Eréndira en el convento y contesta: ¿ha mejorado su situación? ¿la encontramos en una

situación de mayor dignidad? Explica tu respuesta

 

9. hacia el final del cuento Eréndira tiene intenciones de matar a su abuela ¿por qué no puede hacerlo y tiene que

solicitar la ayuda de Ulises?

 

10. ¿es posible pensar que en este relato García Márquez tiene intenciones de denunciar algunas situaciones de injusticia

en la sociedad? ¿Cuáles son? ¿Qué recursos utiliza para hacerlo?

 

11. enumere y describa cada uno de los personajes de la historia

 

12. ubique en el siguiente cuadro las palabras desconocidas de la historia leída y complete el contenido del cuadro para

cada palabra: Pueril, lánguida, escarnio, almizcle, presagio, atiborrar, furtivo, diáfano, promontorio, bártulos, faltriquera,

 

penumbra, ínfimo, palafito

13. elabore un artículo de opinión en el cual refleje el tema principal de “LA INCREÍBLE Y TRISTE HISTORIA DE LA CÁNDIDA ERÉNDIDA Y DE SU ABUELA DESALMADA” tenga en cuenta la estructura que debe mantener el artículo de

opinión.

 

14. escribe una reflexión crítica en la que expongas tu punto de vista respecto al tema de la prostitución. Consulta por lo

menos dos artículos de revistas, periódicos, o direcciones de internet, con los cuales puedes apoyar tus argumentos; ten

presente que debes nombrar o citar las fuentes bibliográficas o las direcciones de internet.

 

15. escribe una frase denotativa y una connotativa para cada una de las siguientes palabras: llueve, luz, corazón, cerebro,

león, tronco, serpiente.

 

16. consulte acerca del origen, desarrollo y evolución del castellano

TEMA 2: COMO REDACTAR UN OBJETIVO

¿Qué es un objetivo?


Como objetivo se denomina el fin al que se desea llegar o la meta que se pretende lograr. Es lo que impulsa al individuo a tomar decisiones o a perseguir sus aspiraciones. ... Objetivo es también alguien que se expresa sin que su manera de pensar o sentir influyan en sus ideas u opiniones.

El objetivo general es un enunciado que resume la idea central y finalidad de un trabajo. Los objetivos específicos detallan los procesos necesarios para la completa realización del trabajo.

 

¿Cómo redactar un objetivo?

Los objetivos se redactan comenzando por un verbo en infinitivo y deben ser evaluables permitiendo comprobar si se alcanza el resultado. Los objetivos deben definirse: De forma clara: Objetivos concretos que no confundan o de vía libre a interpretaciones. Medibles: formulados de forma que tenga un resultado alcanzable

 

¿Cómo se plantea un objetivo general?

El objetivo general es un enunciado que resume la idea central y finalidad de un trabajo. Los objetivos específicos detallan los procesos necesarios para la completa realización del trabajo. Resumir y presentar la idea central de un trabajo académico.

 

Objetivos de un proyecto: preguntas sobre el propio proyecto

¿Cuál es el motivo de este proyecto?

¿Qué beneficios aportará a la empresa?

¿Existe alguna otra manera de alcanzar los mismos beneficios?

¿Qué perjuicios supondrá para la empresa el hecho de no finalizarlo?

 

 

¿Cuáles son los objetivos específicos?

Los objetivos específicos de una empresa, sirven para delimitar la estrategia de planificación general, hacia las metas fijadas a nivel general. Son la parte más concreta de los objetivos empresariales, los que hacen referencia a las cosas más pequeñas, pero que forman parte de un todo.

 

¿Qué verbos utilizar para objetivos específicos?

Verbos para Objetivos Generales      Verbos para Objetivos Específicos

Analizar          Formular         Enunciar

Comparar       Identificar       Estimar

Compilar         Inferir  Examinar

Concretar       Mostrar           Explicar

 

 

¿Cómo hacer objetivos específicos de una empresa?

 

Es importante, tener en cuenta que, si hablamos de una empresa, el primer paso para determinar los objetivos específicos es conocer cuál es la naturaleza del negocio, qué es lo que se quiere conseguir o hasta donde quiero llegar y posteriormente debes permear esos objetivos en toda la organización

ACTIVIDAD 2 

1: Desarrollar las actividades en el cuaderno

 

2: Cual es el fin o meta que pretenden con su empresa

 

3: Escriba el objetivo general de su empresa y porque creen que es el adecuado, justifique la respuesta

 

4: Cuales fueron las preguntas que hicieron de su propio proyecto

 

5: Nombre los objetivos específicos y justifíquelos

 

6: Cual es el nombre de la empresa y logo tipo

 

 

TEMA 3: QUE ES UNA MISION Y VISION 

Conclusiones. Propósito: es la razón de existir de una organización, por qué haces las cosas. Misión: es lo que haces para alcanzar tu propósito en un periodo de tiempo. Visión: es la realidad que le gustaría ver a la empresa entorno al mundo, sus clientes y ella misma.

 

¿Cuál es la diferencia entre misión y visión empresarial?

Tanto la misión como la visión y los valores forman parte de la cultura organizativa, gracias a la que la dinámica laboral se orienta en principios y metas comunes.

Mientras que el objetivo de una declaración de misión es describir el «qué» y «hacia quién» de una empresa, la declaración de visión refiere al porqué y al «cómo». A medida que crezcas, tus metas y objetivos podrían cambiar, por lo que es posible mejorarlos.

 

¿Qué es la misión de una empresa?

La misión de una empresa es una herramienta estratégica que sintetiza el propósito de una empresa. Es el objetivo o la propuesta que sirve a la sociedad, así como la base del plan de negocios y de las estrategias operativas. Generalmente incluye una descripción general de la organización, su función y objetivos.

 

¿Para qué sirve la misión de una empresa?

La misión de una empresa declara su finalidad a partir de la pregunta «¿por qué existe este negocio?», por lo que sirve como guía a la hora de tomar decisiones estratégicas. Cumple además con un rol inspirador para los trabajadores, ya que individualmente responde a la pregunta «¿cuál es el valor de mi trabajo aquí?». Esta es la directriz que lleva sus labores particulares hacia los objetivos compartidos.

 

¿Qué es la visión de una empresa?

La visión es una meta de plazo amplio donde se establece la aspiración sobre los logros de una empresa y lo que se desea acerca de su estado futuro. Así, define la ruta a seguir tanto para los directivos como para los empleados.

 

La visión de una empresa establece su dirección; es decir, responde a la pregunta «¿qué queremos para el futuro?». También responde a «¿cómo llegaremos?».

 

¿Para qué sirve la visión de una empresa?

Si la misión sustenta la personalidad de una organización, la visión trata acerca de dónde quiere llegar. Da sentido a los objetivos de corto plazo y mediano plazo, tanto a nivel estratégico como operativo.

 

 

Lograrás que los colaboradores comprendan cómo el cumplimiento de sus labores diarias da frutos en un nivel más amplio y tiene repercusiones en un período largo. Considera que las personas, antes de ver los números y dedicarse a una actividad específica, desean saber cómo se relacionan con un objetivo más grande.

ACTIVIDAD 3

1: Desarrolla las actividades en el cuaderno

 

2: Escriba la misión de su empresa y explíquela

 

3: Cual es el rol inspirador de su empresa hacia los trabajadores

 

4: Cual es la visión de su empresa explíquela

 

 

5: A dónde quiere llegar con su empresa

TEMA 4: HOJA DE VIDA

Se puede definir la hoja de vida como un documento o herramienta a través de la cual se presenta de forma resumida la trayectoria académica, experiencia laboral y profesional de una persona; así como logros obtenidos y competencias desarrolladas frente al cargo al cual se aspira.

 

Al hablar de hoja de vida es necesario tener en

cuenta varios aspectos, ya que esta se convierte

en la herramienta facilitadora para que el analista

tenga un primer acercamiento al perfil del aspirante;

conocer la información básica a nivel personal,

profesional, laboral, los datos más sobresalientes en

materia de logros, aptitudes y otras características.

 

IMPORTANCIA DE LA HOJA DE VIDA

En el momento que decidimos postularnos para una

oferta laboral, la hoja de vida entra a ser uno de los

factores determinantes en los procesos de selección.

El nivel de oportunidad para continuar avanzando

en dichos procesos dependerá en gran medida de

su correcta elaboración, ya que a través de este

medio se tiene la oportunidad de presentarnos y de

generar una primera impresión, así mismo de resaltar

aquellas habilidades, competencias y experiencias que

consideramos nos puedan ubicar en una posición de

ventaja frente a otras personas o pares, para convertirse

en un candidato atractivo para las empresas.

 

 

 

¿Cómo hacer una hoja de vida?

1: Decide qué información vas a incluir. ...

2: Piensa en qué formato crearás tu currículum. ...

3: Elabora tu currículum empezando por tus datos personales. ...

4: Añade tus experiencias laborales previas. ...

5: Escribe tu educación y formación. ...

6: Agrega tus habilidades, conocimientos especiales y logros. ...

 

Cómo preparar una Hoja de Vida: las partes de una HdV

. Datos personales. Foto: es importantísimo incluir tu foto, pues las Hojas de Vida que no la tienen suelen ser descartadas prácticamente sin ser leídas. ...

. Perfil profesional. ...

. Habilidades profesionales. ...

. Logros. ...

. Experiencia profesional. ...

. Formación académica. ...

 

. Idiomas.

ACTIVIDAD 4

1: Desarrollar las actividades en el material adecuado y enviar la foto por el medio de comunicación que más se le facilite

 

2: Elabora una hoja de vida minerva 1003

 

3: Elabora una hoja de vida sencilla

 

4: Elabora una hoja de vida en Word.

 

 

NOTA: Deben ir los datos personales del interesad